jueves, 29 de marzo de 2012

Firmados


  • Cada cabeza es un mundo. (Un piojo)
  • Corazones vemos, caras no sabemos (un cardiólogo).
  • ¡Querida, ya llegué! ¿Qué ha habido de nuevo? (Ulises).
  • ¡Gato de Schrödinger Libertad! (Frente de Liberación Cuántica)
  • Es la primera vez que hago esto. Disculpen si no me sale bien (un suicida).
  • Cuando sea grande quiero ser novela (una frase)
  • Gracias a Dios es Viernes (Robinson Crusoe)
  • Yo sí que tengo muchos seguidores (El flautista de Hamelin)
  • Si todo el mundo se tira de un precipicio ¿Tú también lo vas a hacer? (Un lemming)
  • ¿Te apetece crear un huracán en el Caribe hoy? (Una mariposa)

sábado, 24 de marzo de 2012

Historia de una guitarra


En la cima de una montaña un hombre labró, talló y pulió a Libertad, una simple guitarra, aunque muy lustrosa.

Libertad fue envuelta y llevada en una vieja carreta a la ciudad, donde fue vendida a una tienda de instrumentos. En la tienda había violines, mandolinas, charangos, contrabajos, arpas y cuanto instrumento de cuerdas podía imaginarse; por supuesto, eso incluía a las guitarras mismas: muchas guitarras de varias marcas y colores.

Un día de primavera el tendero tensó y afinó las cuerdas de Libertad para tocar con ella un fragmento de “Fantasía para un gentilhombre”. Libertad, que había estado dormida en el almacén, despertó ese día con aquellas notas y ante algunos escuchas que aplaudieron estupefactos la interpretación. Libertad entonces, viva, sintió por vez primera la distensión de sus cuerdas y fue guardada detrás de un cristal, pero ella no sabía qué sucedía y no conocía el sufrimiento, estaba feliz de sonar como sonaba.

Luego de mirar por varios días a través del cristal, Libertad se había percatado de que a la tienda llegaban jóvenes y viejos, aprendices y expertos músicos; también alguno que otro mirón. También se dio cuenta de que casi todos los instrumentos gozaban de cierta libertad, muchos incluso estaban a la mano de quien entrara a la tienda, donde a veces había una fiesta de cuerdas y un disonante concierto de aplausos. Unos tocaban, otros compraban, otros reían. Sí, casi todos los instrumentos vivían allá afuera con la gente, sonaban a libertad y salían como amantes de algún músico para no regresar nunca, mientras que ella, Libertad, permanecía presa en un aparador, bajo llave y con las cuerdas flojas cuando quería sonar como sonaba queriendo ser también amante y fantasía, música y Libertad.

El tiempo pasó y Libertad escuchó mil conciertos de músicos consagrados y vio nacer también mil historias de amor músico-instrumento. Pero por razones que le eran inciertas, nadie se fijaba en ella. Libertad entonces se hizo una guitarra triste que solo sonaba cuando con las cuerdas, tensadas una vez a la semana por el tendero, entonaba un fragmento de “Fantasía para un gentilhombre”.

Hasta que una tarde lluviosa y de desesperanza un joven empapado e impetuoso, estaba sonriendo frente a ella, del otro lado del cristal. El joven era un apuesto estudiante cuya familia adinerada pretendía reclutarlo en el conservatorio. Y querían precisamente a Libertad con todo y sus cuerdas para él, pero tensas. En palabras del tendero, no habría mejor guitarra para sus aspiraciones. Y Libertad entonces salió de la tienda bajo el brazo de aquel apuesto joven, sabiendo que era una guitarra muy especial, hecha para la mejor de las músicas y el mejor de los amantes músicos. Con las cuerdas tensas supo que sería feliz.

Pero el muchacho no sabía mucho de música, él sabía mucho de amantes; no tenía mucho talento pero tenía muchas novias. Con Libertad hizo algunos intentos pero al cabo de no poder sacar más de dos notas seguidas, al cabo de su impaciencia y de su falta de apreciación e interés musical, envolvió nuevamente a Libertad y la guardó en un oscuro y silencioso clóset.

A Libertad, después de muchos años de oscuridad -aún con las cuerdas tensas y comenzando a cuartearse- le parecía que escuchaba todavía en su caja los fragmentos de “Fantasía para un gentil hombre” en un eco de aquello que sentía cuando sonaba. Deseaba no haber sido una guitarra tan especial sino cualquier otra guitarra presa de alguna fantasía, la amante guitarra de algún trovador que la tocara en un café o en una noche de luna, un trovador gentil que tocara fantasías con Libertad.

Este es  otro de los cuentos que me hubiera gustado escribir, así que lo pongo aquí. Lo encontré en el blog "Ahmlive" ( http://www.ahmlive.com.mx/?p=133). Y lo pongo porque a mi también me hizo recordar que hace un tiempo que no cojo mi guitarra para tratar de sacarle algunas notas.

lunes, 19 de marzo de 2012

Contando ovejas 2

En las noches de insomnio, cuando hasta la musa se ha ido a dormir, al más pintado le asaltan las dudas de cómo hacer para agarrar el maldito sueño. El insomnio, como muchos males del hombre, es democrático y ataca a nobles y plebeyos, ricos y pobres, sabios y tontos. Es entonces cuando, víctimas de una lucidez insoportable, nos dedicamos a inventar métodos para dormir.

En el principio de los tiempos, un cavernícola con mucho insomnio y poca vergüenza también, de puro aburrimiento comenzó a toquetear a la vaca que sería sacrificada al día siguiente y descubrió al mismo tiempo, la leche y los beneficios de tomarla tibia para inducir el sueño. Sin embargo ningún remedio fue tan efectivo desde aquellos tiempos como el recurso de contar ovejas. Se dice que en aquellos años, los hombres medían su riqueza por la cantidad de ovejas que tenían, pero llevar la cuenta era difícil. Las ovejas se resistían a pasar en fila india para ser contadas, y se confundían unas con otras. Además, todas balaban de igual manera y no poseían rasgos característicos que diferencien a unas de otras. Contarlas, pues, desde aquel tiempo era el remedio más efectivo para quedarse dormido en el trabajo, inventar un número a la mañana siguiente para el reporte ante el jefe y estimar el número de ovejas a ojo de buen cubero.

Luego nos imaginamos a Morfeo, el dios del sueño, llevando un rebaño de ovejas por los dormitorios de la Roma antigua, donde los habitantes la tenían más difícil que nosotros, porque tenían que contar en números romanos.
Más adelante, Carlos V, otro famoso insomne, inventó el expediente de empezar a contar en varios idiomas para hacer la cosa más difícil. En una ocasión pasó por el español, catalán, italiano, flamenco, alemán, francés y latín, sin lograr conciliar el sueño. A la mañana siguiente sufrió un coma idiomático que le impidió hilar dos palabras seguidas en el mismo idioma. La frustración resultante terminó en un españolísimo ¡Coño!, y en la decisión de abdicar de su reino e irse a vivir a un monasterio donde no se admitieran ovejas.

Ahora, en los tiempos modernos, la cuenta de ovejas goza todavía de gran popularidad a pesar de la aparición de los valiums, los programas de televisión y los discursos de los políticos, y a pesar de que los habitantes de las ciudades nunca han visto una oveja fuera del sandwich. No han faltado intentos de modernización e innovación en este arte, pero los resultados han sido mediocres. Se ha tratado de reemplazar a las ovejas por elefantes, lemmings o cangrejos (lo que hacía la labor más alucinante, dada su costumbre de caminar hacia atrás), pero siempre se ha vuelto a lo básico.
No ha faltado algún pastor avispado que llevó su rebaño a la ciudad y los alquilaba a los insomnes de la ciudad, ofreciendo sueño inmediato en servicio delivery. La idea no estaba del todo mal, si no fuera porque no consideró el olor de tales animales, y el hecho de que las ovejas empiezan a balar sin previo aviso, durmiendo al cliente, pero despertando al resto del vecindario.

¿Qué más puedo agregar? Solo decir que cumplida mi labor de escribir algo hoy, me retiro a dormir dejando la computadora encendida y activando el salvapantallas de ovejas saltando sobre una cerca. Eso es la modernidad utilizada para mejorar los remedios milenarios.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Transformación

Cuando era niño, mi padre solía repetirme “Tú puedes ser todo lo que quieras ser”. No entendí el verdadero significado de sus palabras hasta mucho después, cuando falleció y encontré escondidos entre sus cosas muchos papeles, libros y apuntes sobre magia. La obsesión de toda su vida había sido el zoomorfismo, el arte de convertirse en animal. Entonces comprendí las escapadas nocturnas de sus últimos años, el porqué a veces aparecía después de varios días, lleno de polvo, mojado o con olor a animal.

Me dí a investigar los hechizos que encontré en los papeles heredados. Al comienzo me parecieron complicados y sin sentido, hasta que poco a poco fui encontrando el orden correcto de los elementos, la importancia de los conjuros y la concentración mental necesaria para intentar este tipo de hechizos. Como historias aleccionadoras, se hablaba en los apuntes de personas que habiendo sido transformados en animal, no pudieron jamás regresar, y de animales que se convirtieron en humanos, viviendo una vida miserable el resto de sus días.

Llegó el día en que no pude avanzar más en el estudio sin hacer intentos en la práctica. El problema, según lo que había estudiado, era regresar a la forma humana, ya que si un humano toma la forma animal toma también las costumbres e instintos propios de la nueva forma. Mi primer intento fue convertirme en paloma, considerando a este un animal común y fácil de mezclarse en la ciudad. No es cosa de transformarse en un tigre y después ser capturado por la policía y llevado a algún zoológico. Lo mismo sería transformarme en caballo o vaca en medio de la ciudad. Para mi sorpresa, lo logré al primer intento. Volé desde mi azotea hacia el parque más cercano hasta estrellarme contra un árbol, producto de mi torpeza al manejar mis nuevas alas.
Desde esa noche dediqué cada vez más de mis horas al estudio de la transformación. Desistí de convertirme en paloma al darme cuenta de la rígida estructura social de estos animales, que no aceptan a nadie que no sea de su bandada y que me atacaban a picotazos cada vez que me trataba de acercar a ellos. Me fui convirtiendo sucesivamente en perro, gorrión, iguana y gaviota. Ninguno de estos animales me convenció realmente, hasta que intenté transformarme en un gato. Esta fue desde entonces mi transformación habitual. Los gatos son independientes y me aceptaban tanto cuando quería estar con compañía como me dejaban tranquilo cuando me apetecía pasear solo por la ciudad. Llegué a conocer sus costumbres, sus rutas, el placer de las escapadas nocturnas e incluso las peleas, que son tan organizadas y rituales como los duelos de los humanos. Era ahora yo el que solía desaparecer por días enteros hasta que regresaba a casa maltrecho, lleno de polvo, pero satisfecho y libre.

Un día, un mal cálculo en el ciclo de transformación me convirtió en humano antes de lo previsto y acabé en un callejón a medianoche. Sin temor alguno, tras experimentar la forma animal, me encaminé a un local de mala muerte a pasar el resto de la madrugada hasta que pudiera regresar a casa. Allí la conocí. Tenía la piel tersa, un caminar silencioso y unos ojos que parecían brillar en la oscuridad. Me enamoré de ella sin pensar y sin temer a las consecuencias, como un gato. Me gustaba la forma en que movía el cuerpo al sentarse junto a mí, como si quisiera acurrucarse, al bailar no lo hacía con la fuerza de la música, sino que seguía su propio ritmo interior, que le dictaba movimientos ondulantes.

 Dejé entonces la transformación por un tiempo, fascinado nuevamente con ser humano. Algo había quedado, sin embargo, de las transformaciones anteriores, que ella parecía adorar. Buscábamos los sitios oscuros y los largos paseos nocturnos. Ambos tomamos afición a ver a los gatos de la calle, y nos subíamos a la azotea a verlos reunirse y cazar en las noches de luna. Fue por ese tiempo en que adoptamos a un par de ellos. Yo, que había sido uno de ellos, nunca los consideré como mascotas, en lo que mi pareja estaba completamente de acuerdo. Eran personas con tantos derechos como nosotros, independientes de nuestros cuidados, que recibían con indiferencia.

Hasta que un día, dentro de una conversación trivial, le comenté lo que bien que se sentía ser un gato en la noche citadina. Ella acogió con entusiasmo la idea, así que le confesé mis poderes mágicos. Mi natural resistencia fue vencida al cabo de varios días de resistir a sus poderes de seducción. De nada sirvieron las advertencias sobre los peligros de la transformación, y del cuidado al hacer los conjuros. Ella estaba dispuesta a correr todos los riesgos con tal de disfrutar de la libertad de la condición gatuna.

La noche en que intentamos juntos la transformación, me impresionó lo rápido que aprendió la complejidad del proceso. El resto fue increíble. Pasamos toda la noche corriendo por la azoteas, entrando por las ventanas de las casa, maullando a la luna y compartiendo con los demás gatos la madrugada en un parque.

Con las primeras luces del alba llegamos a mi azotea y lanzando el contraconjuro tomé nuevamente la forma humana, pero ella no me siguió. Me miró por última vez con sus ojos brillantes en la penumbra y dio vuelta para alejarse de mí. Fue entonces cuando comprendí la verdad. Ella solamente me había usado para llegar a este momento. Tal como decía en los papeles de mi padre, ella también era una gata que se había convertido en humana y había olvidado como regresar a su forma original. Ahora que ya no me necesitaba, se alejaba para siempre a vivir la vida que tanto había extrañado, olvidando lo anterior, sin necesidad de nadie más, sin temor al mañana, sin nadie que le pida algo. Como un gato.

viernes, 9 de marzo de 2012

Cuando Uno se siente triste


¿Qué se hace cuando Uno se siente triste? Preguntó el Dos al Tres. Dos se mostraba preocupado de que en los últimos días Uno se mostrara siempre negativo. Tres volteó a ver a Cuatro, pero éste abrió paréntesis para entablar charla privada con Cinco.
Solidarizado Tres con la buena causa de Dos, decidió brincarse Cuatro y al Cinco, para recurrir al sabio Seis usando el viejo método de multiplicarse por Dos. Así que Dos y Tres efectuaron la operación y alcanzaron a Seis a quien preguntaron qué se podría hacer. Seis, miró su gran barriga, y sentenció: No hay mucho que se pueda hacer, solo existe una solución y ésta debe de ser aprobada por el magnífico Diez. Pero antes será preciso que el Siete Cabalístico les ayude con buena suerte. Siete intrigado con el problema de Uno, además de otorgar la buenaventura, se propuso para acompañarlos a ver al Magnífico Diez

Dos de inmediato entendió que ante aquella inesperada propuesta, lo mejor sería regresar y esperar a que Tres y Siete, en perfecta Suma, pudieran alcanzar al Magnífico Diez.

Se dice que Ocho y Nueve fueron testigos de lo que a continuación sucedió:

De acuerdo a Ocho y las versiones de Nueve se dice que el Magnífico Diez escuchó, de voz de Tres y Siete, el triste problema de la negatividad de Uno. Diez, en su perfección, otorgó la solución y el permiso de su aplicación. Tres y Siete regresaron tan rápido como la sustracción se realizó. Tres comunicó a Dos la solución y éste quedó perplejo.

Dos revisó una y otra vez la solución propuesta, y ésta a pesar de que lucía eficaz, no dejó de sentir temor pues eso de tratar con negativos le suponía cierta desconfianza. Pero ya se sabe que los números son valientes y se someten a cualquier operación a favor de las matemáticas. Dos emprendió el camino al sacrificio. Habló con Uno, que aún lucía negativo, y éste aceptó la solución. Sin mediar nada más, Dos decidió sustraerse con Uno, que aún se miraba negativo, y el resultado fue, sin más, que Uno volvía a lucir tan positivo como el resto de los números naturales.

Este bonito cuento lo encontré rebotando de blog en blog hasta que llegué a http://gemo.blogspot.com y no pude resistir la tentación de ponerlo aquí.

domingo, 4 de marzo de 2012

El sabelotodo

Todos conocen a una de estas personas. Están en todas partes, mezclados entre la gente, y sin embargo, tratando de hacerse notar por su pretendida sabiduría. Son aquellos que no importa lo que pase, ya lo sabían desde antes. Cuando el superhéroe se quita la máscara dicen que ya sabían que era él, cuando ven alguna telenovela, en el momento más emocionante dicen en voz alta “Ahora le dirá que espera un hijo de él” (Aunque aquí su porcentaje de aciertos es sorprendentemente alto), cuando alguien es asesinado, invariablemente señalan al mayordomo como el culpable, y al final del partido, puntualizan triunfantes “sabía que terminaría cero a cero”.

Los sabelotodos tienen esa tendencia exasperante a demostrar su sapiencia a partir de los detalles más mínimos. Cuando conocen a alguien, y con solo verlo por unos segundos, descifran sus secretos más íntimos, y su opinión típica será algo como esto: “Esa cara me parece un poco sospechosa, creo que no es de fiar, se le nota que no es feliz en su matrimonio, tal vez su esposa lo engaña cuando él sale en sus viajes, además parece que es una de esas personas que no se fija en la legalidad para obtener lo que quiere, vamos a tener problemas con él, mejor hay que cuidarse y tomar las medidas para vigilarlo”.

Cuidado con invitar a uno de los sabelotodos al cine. Interrumpirá constantemente nuestra atención para contarnos lo que va a pasar en la siguiente escena, y si no se le detiene, no tendrá ningún reparo en contarnos el final antes de la mitad de la película, ocultando el hecho de que antes de ir ya consultó ese final en internet, contado por otros sabelotodos que vieron el estreno y no tardaron en tuitearlo para demostrar al mundo que ellos también son sabelotodos.

Incluso las historias periodísticas son predichas por el sabelotodo antes de que los diarios publiquen el desenlace. Quién fue el asesino en ese crimen, quién será expulsado en el reality show de moda y cómo acabará el último escándalo político. El truco aquí es cubrir con sus predicciones todas las posibilidades, y cuando al fin se conoce el final, podrá afirmar triunfante “¡Yo lo dije!”.

Por lo tanto, debemos tener cuidado con el sabelotodo, o por lo menos debemos mantenerlo controlado para que no nos revele todas las cosas que, al fin y al cabo, no nos interesa conocer.

- Oiga, Inge, seguro que usted conoce a varios de ellos y los conoce bien… 
- ¿Conocer? ¡No! ¡Eso es lo que la gente dice de mí!
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