domingo, 11 de diciembre de 2016

Navidad en la oficina


Ya llegó diciembre, hora de ponerme a pensar en todo lo que he hecho este año para ver si el balance está en rojo o en azul, de preguntar a mis contactos en el área de logística cómo está viniendo este año la canasta navideña, y de poner en mi sitio ese arbolito coqueto que es la envidia del resto de la oficina.

También es la época de otras actividades menos agradables. A la hora de la decoración de la oficina, tengo que ayudar y dar el ejemplo de decorar el ambiente con motivos navideños. Siendo aún tan temprano en el mes creo que todavía no me invade el espíritu navideño, pues la mayoría de los adornos me parecen terriblemente cursis. Lo peor es que me debo abstener de comentarios en voz muy alta, pues sé quién los ha comprado y no me voy a ganar ese enemigo a estas alturas, sobre todo debo cuidar lo que comente en mis emails, no me vaya a suceder lo de hace dos años, cuando le dieron reenviar a ese famoso correo.

Aquí veo también las diferencias entre la gente al abordar las costumbres navideñas. Los nacimientos andinos con llamitas de cerámica y gruta de papel conviven con el árbol navideño de luces LED, el pan guagua traído directamente de la sierra y la corona de adviento que me inculcaron desde el tiempo en que estudiaba alemán.

En esta época empieza también la fiebre de buscar pasajes para que cada uno vuelva a la tierra que le vio nacer, y los menos a darse unas mini vacaciones en algún destino turístico. Como todos los años descubrimos que ese ingeniero que todo el año presume de ser moderno, cosmopolita y acriollado, en realidad viene de un pueblito en las alturas de la sierra a varias horas en mula de la civilización.
También ha llegado la temporada de organizar el juego del amigo secreto. En vista del éxito del año pasado, en que nadie sabía a quién le tocaba el prójimo, y el intercambio de amigos llegó a mínimos históricos, se ha decidido que este año lo organice otra persona, alguien menos dedicado y más sobornable. Y a diferencia del año pasado, esta vez me toca alguien uno de esos que nadie quiere, con lo que mi posibilidad de intercambio es también casi nula. Mi única opción es buscar un regalo que le diga con ironía lo que siento por él, y a la vez, que parezca bien intencionado, tal vez un disco de reggaetones navideños, un muñeco funko pop de Tyrion Lannister o algo por el estilo. Al final me decido por una corbata con estampado del demonio de Tasmania, que estoy seguro que apreciará, pues el captar indirectas nunca ha sido su fuerte.

Llega ahora uno de los días claves del mes: el día en que nos abonan la gratificación de fin de año. No necesito preguntar cuándo depositan, porque sé que cuando sea el momento recibiré al menos cinco correos y otros tantos mensajes de WhatsApp informándome antes de diez minutos. Aun si no recibiera estos mensajes, me enteraré por todos los que aparecen mágicamente para ofrecerme rifas, regalos hechos a mano, dulces, boletos para polladas, juguetes, panetones, vinos y un largo etcétera dentro y a la salida de la oficina, todos con la consigna de que la gratificación no debe salir del edificio. Demasiado tarde, pues la mía ya la he gastado antes y el dinero solo me va a servir para tapar huecos.

El resto de la semana recibo los comentarios de aquellos que se adelantaron a recoger la canasta navideña. A mi pregunta de qué tal está este año, me responden que no es necesario pedir un taxi ni ayuda para llevarla, pues con una persona es más que sobrado. Aún así, el jefe nos dice que como nos ha ido este año, nos sintamos alegres de recibir al menos eso.

Al llegar a mi casa, me detengo ante el nacimiento y le digo en tono de confianza al Niño Jesús: No crezcas nunca, yo sé lo que te digo.
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