sábado, 24 de junio de 2023

Historia de una carta



Había sido un día normal hasta ese momento, en que llegó a su casa y encontró un sobre bajo la puerta. Extrañada, lo levantó del suelo y vio que era una carta. Hacía demasiado tiempo desde que no recibía una. Es más, en ese momento no recordaba haber recibido una jamás, tal vez aquella postal que una prima suya le escribiera desde su viaje de vacaciones, cuando niña. Pero esta carta era muy diferente a las que normalmente encontraba en su puerta, a donde llegaban solo volantes de los negocios vecinos, o las impersonales cartas de los bancos, que tan pronto ofrecen el cielo de los préstamos y tarjetas de crédito, como el infierno de las acciones por falta de pago. El sobre era de aquellos delgados, con su nombre escrito en una cuidada caligrafía e incluso sellada y timbrada con estampillas, como si hubiera viajado en una máquina del tiempo desde hace quién sabe cuándo. Solamente el nombre del remitente faltaba. 

Indecisa, preguntó en su casa si alguien sabía algo de la carta. Nadie pudo dar una respuesta, nadie la había visto y nadie sabía en qué momento había llegado. El cartero que la trajo, sin duda solo la pasó por debajo de la puerta y se fue sin más. Ante la presencia de tal misterio, le invadió la aprehensión de la duda que le hizo quedarse mirando el sobre sin abrirlo. A la mañana siguiente, en la oficina, seguía aún con la inquietud de qué hacer con la carta. Consultó con el abogado de la empresa, quien le aseguró que los abogados no suelen tomarse tantas atenciones para enviar una carta, y que los extorsionadores tampoco son tan delicados para dejar una carta con estampillas y caligrafía, por lo que no debería tener nada que temer. Otros compañeros de trabajo intervinieron entonces en la conversación. Es una broma de alguno de tus amigos, o de un pariente, dijo uno. Yo recibí una vez una carta así, y resultó ser una cadena, dijo otro. El caso fue circulando de boca en boca y de escritorio en escritorio hasta que llegó a mí y fue requerida mi opinión. Ante la falta de más información, dije, solo queda aplicar el sentido común: hay que abrir la carta y leer su contenido. Como siempre, mi opinión fue rechazada y tachada de simplista. 

Ante la disparidad de opiniones, solicitadas e inopinadas, ella optó por la inacción. Pero la carta ya había comenzado a hacer efecto. No se lo había dicho a nadie, pero había traído la carta en su bolso, y cuando se creía no observada, metía la mano para sentirla, como si tuviera miedo de que desapareciera mágicamente. Sin darse cuenta, se empezó a sentir importante. Alguien se había tomado el trabajo de escribirle una carta a mano, en estos tiempos en que es tan fácil enviarle un correo electrónico o dejarle un mensaje en sus redes sociales. Alguien quería enviarle un mensaje de puño y letra (pues estaba segura de que la carta en el interior del sobre estaba también manuscrita), con todo lo personal que ello significa. Alguien tenía algo importante que decirle, algo que no podía transmitirse por otro medio. 

Fue en ese momento en que sintió un estremecimiento que le hizo comprender el miedo que le había impedido abrir el sobre hasta ahora. La persona que había escrito la carta sabía. Tal vez esa carta había sido escrita para recordarle ese episodio que trataba de olvidar, y que solo en ese momento comprendía que no estaba totalmente enterrado. Asustada, entró al baño con la intención de abrir la carta y acabar con la duda, pero llegado el momento fue incapaz de hacerlo. Solo la arrugó hasta convertirla en una bola de papel. Pensó por un momento en arrojarla a la papelera, pero se detuvo pensando en lo que pasaría si alguien, tal vez la empleada de la limpieza, la encontraba y la abría por curiosidad. Salió del baño temblando, y se dirigió a donde estaba su superior para avisarle que se sentía mal y que pediría permiso por el resto del día. Su rostro desencajado y la voz quebrada hicieron innecesarias mayores explicaciones. 

Una vez en la calle, pidió un taxi, pero le indicó al chofer que tomara otra ruta a la que habitualmente tomaba. En una avenida divisó un basural, abrió la ventanilla y arrojó la bola de papel arrugado. Ya nadie sabría nada y podría volver a su vida. Llegó a su casa, y lloró unos minutos hasta caer dormida. 

Al día siguiente, volvió al trabajo. Los compañeros de trabajo se mostraron preocupados solamente por su repentino malestar del día anterior, y todos recibieron una respuesta convencional. Solo yo, después del almuerzo, me animé a preguntar por el destino de la carta. Ella me contó entonces la historia bajo juramento de silencio, solo porque necesitaba desahogarse con alguien. ¿Qué habrías hecho tú? me preguntó al final. Yo lo solo me encogí de hombros, mirando al piso, antes de balbucear que no sabía. 

Ella se alejó para terminar con su jornada laboral, algo más aliviada. Yo me quedé solo en la mesa, pensando en que ella nunca sabrá lo que siento por ella, nunca leerá los poemas que compuse pensando en ella, y que nunca seremos otra cosa que unos conocidos que casualmente trabajan en el mismo lugar.

miércoles, 14 de junio de 2023

Leyendas peruanas: El ajedrez de los incas



Una de esas historias que uno conoce desde niño, y que acepta como un cuento más, es la del inca ajedrecista. Como a la mayoría de los peruanos, esta historia me llegó a través de la narración que de ella hace Ricardo Palma, en una de sus “Tradiciones Peruanas”. La resumo aquí, para que el lector no se moleste en buscarla en internet. 

Cuando los conquistadores españoles, en un golpe de audacia inimaginable, capturaron al Inca Atahualpa, este les ofreció a cambio de su libertad “dos veces la habitación en que se encontraban, llena de plata, y una de oro, hasta la altura de su mano levantada”. Así, el Inca ordenó a sus súbditos de todo el imperio traer el tesoro, más grande que el que podían reunir entonces todos los reyes de Europa juntos. Pero mientras llegaba el oro y la plata, los españoles no tenían mucho que hacer. Fue entonces que algunos españoles destacados para acompañar al Inca en su prisión ingeniaron con una tabla un tablero de ajedrez y unas piezas de barro, y se entretenían jugando ante la mirada indiferente del Inca. Con el tiempo, algunos españoles ganaron más confianza con el inca, con quien se comunicaban a través del intérprete Felipillo. En una de tales partidas, entre Hernando de Soto y el Capitán Riquelme, de Soto estaba a punto de mover su caballo, cuando Atahualpa lo tomó del brazo y le dijo en voz baja: “No, ese no, el castillo”. De Soto, mirando nuevamente el tablero, retrocedió y movió su torre, con lo que aseguró su victoria un par de movimientos después. Sorprendido de que aprendiera un juego tan complejo sólo mirando, Hernando de Soto animó al inca a jugar unas partidas con él, obteniendo un oponente competente. 

Podemos decir que, gracias a ese consejo, el Inca ganó esa batalla, pero perdió al final la guerra, pues Francisco Pizarro, viendo que la llegada del tesoro estaba tardando demasiado, y crecía el temor de que llegara un ejército a liberar al Inca, discutió con su plana mayor el destino de Atahualpa, que decidió a favor de su ejecución por una ajustada mayoría, con Hernando de Soto votando a favor del Inca, y con Riquelme, el perdedor de aquella partida, votando por su muerte. 

Como dije, yo consideraba esta historia como mitad real, mitad invento, igual que tantas leyendas que tiene la historia peruana, hasta que me tocó visitar el nuevo Museo Nacional del Perú. El museo no está todavía completo, pero tiene abiertas un par de exposiciones, y una de ellas era precisamente sobre los juegos que jugaban los peruanos antes de la llegada de los españoles. Allí conocí el juego del zorro y las ovejas. Este es un juego que, para un observador moderno, tiene semejanzas con las damas chinas, pero precisa de un pensamiento estratégico como en el ajedrez. Se juega en un tablero con una parte triangular y otra rectangular, con líneas interiores cuyas intersecciones son las posiciones que pueden ocupar de un lado un zorro y del otro, trece ovejas. El objetivo del juego es que las ovejas pasen al lado opuesto del tablero sin ser devoradas por el zorro, moviendo las piezas de manera análoga a las damas chinas. 
El juego es atrapante, y no me resistí a tomarle una foto al tablero para reproducir el juego en alguna ocasión. Más importante, en ese momento comprendí la historia del inca ajedrecista. Atahualpa sin duda, jugaba también a este juego, y por eso se le hizo más fácil comprender las reglas del ajedrez español y poder discurrir la jugada que haría vencedor a su captor y después defensor Hernando de Soto. 

Tal vez el juego del zorro y las ovejas no haya sido exactamente como lo vimos en el museo, ya que tantas cosas se han perdido en los casi quinientos años desde la conquista española, pero me parece maravilloso un juego de mesa jugado por los antiguos peruanos, y me parece increíble que nadie haya pensado en comercializarlo, y que ni siquiera haya encontrado en ese internet que se ufana de saberlo todo, mayores detalles o historia de este juego. Quisiera que este fuera el inicio de la difusión de este juego, este ajedrez incaico, y que se dé a mis antepasados el reconocimiento por esto. Ha sido este el mayor conocimiento que he obtenido en los últimos tiempos en un museo.

domingo, 4 de junio de 2023

Opiniones tontas



Una de las ventajas de tener a un tonto dentro del grupo es que siempre aparecerá con una opinión o una idea que alimenta la discusión, ya sea para reírse de ella, refutarla por tonta, o admirar su uso del lenguaje lógico. Un tonto aporta a la conversación un oxímoron inesperado, un argumento irrefutable pero sin sentido, o una paradoja de esas que desatan la risa general, pero que después deja a todos pensando si no será una idea tan descabellada. Si lo sabré yo, que soy el tonto de mi grupo. 

Por ejemplo, los que me conocen como ingeniero me preguntan sobre mi opinión técnica de tal cual catástrofe ocurrida, y mi última respuesta fue que los diseñadores suelen pensar en las formas en que puede fallar una estructura o una máquina, y el error fatal aparece justo en el lugar en donde no se pensaba. El ejemplo más famoso es el Titanic, que estaba hecho para resistir de todo, menos el choque lateral de un iceberg. Haciendo un viaje al pasado, yo le hubiera dicho al capitán que, en vez de esquivar el iceberg, tal vez hubiera sido mejor embestirlo de frente, pues el diseño del barco sí había previsto esa posibilidad, y quizás habría sobrevivido. Esa opinión alimentó la conversación un buen rato, dejando en el olvido el gastado tema de si Leonardo Di Caprio entraba o no en la tabla salvadora. 

A la hora del almuerzo, en que se necesitan temas de conversación siempre frescos, tuve ocasión hace poco de improvisar sobre la posibilidad de incluir carne humana en el menú, ahora que la carne está tan cara. Me mostré en desacuerdo, pero no por razones morales, sino con argumentos más bien prácticos: Si consideramos otras opiniones, veremos que en realidad son muy raros los ataques de tigres, leones o tiburones, pero el hombre habla siempre del peligro de estos animales, sólo por no aceptar la verdad de que las bestias se rehúsan a comer carne humana, porque saben que tiene un muy mal sabor. En resumen, que los animales comehombres son solo un mito creado por la soberbia humana para sentirse un poco más importantes.

Más tarde, en la oficina, cuando alguien quiere despejarse un momento, sabe que puede ir a mi sitio a preguntarme cualquier cosa, y obtendrá una respuesta que lo distraiga y le cambie el chip de desazón que las grandes empresas nos instalan en el cerebro. Una chica vino a preguntar sobre la conveniencia de inscribirse en el gimnasio vecino, y yo, por reflejo, le contesté con mi teoría de que un gimnasio es el mejor negocio para alguien que quiere lavar dinero sucio. Aunque llegue la auditoría y pregunte cómo puede ganar dinero un establecimiento que siempre está vacío, se le puede responder que la mayoría de la gente se inscribe, paga la mensualidad y nunca viene, y en el mejor de los casos solo viene a tomarse unos selfies que publicará con frases del tipo “Ahora sí, vamos con todo”. 

Por último, nunca falta aquel que quiere refutarme, o al menos hacerme notar lo poco serio que se ven ese tipo de opiniones en un ingeniero de mi categoría. En estos casos, y cediendo un poco a la falsa modestia, espero a que agrupe un poco de gente antes de responder que doblemente tonto es el que pretende refutar a un tonto, a quien no interesan las opiniones ajenas, y que ha descubierto que las críticas no son más que envidia disfrazada hacia alguien que no necesita frases sacadas de las redes sociales para expresar una opinión. Como prueba, lanzo el reto de expresar ideas sin usar frases sacadas de internet, como “zona de confort”, “autoridad moral”, o “no tengo pruebas pero tampoco dudas”. 

¿Alguien más quiere una opinión?
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