sábado, 23 de septiembre de 2023

Una historia política


Esta es una historia que pasó en un país lejano, muy lejano, que no es el mío, de ninguna manera, así que no busquen parecido alguno con lo que se ha leído en los periódicos. Había una vez un político humilde, que llegó a ser presidente, porque era un desconocido y nadie quería votar por los malos conocidos, porque en una campaña política gana el menos odiado, y porque la gente prefirió votar por un cambio, sin preguntar de qué se trataba ese cambio. 
El candidato más humilde que haya ganado una elección en ese país (que no es mi país, no insistan), llegó con un afán de revancha heredado por generaciones de pobreza y al que su pasado sindicalista había hecho crecer hasta límites desconocidos en ese entonces. Se declaró entonces socialista-autóctono-reivindicativo-ancestral, aunque nunca pudo explicar qué significaba cada uno de esos títulos. 
Lo que hizo, basado en su experiencia de profesor que no pudo pasar un examen para subir de categoría, fue declarar que hasta ese momento el país había vivido una dictadura a cargo de una minoría que había tenido acceso a la educación, que los puestos de responsabilidad estaban copados por gente capaz y con estudios. Esto era una clara forma de discriminación, una dictadura de los inteligentes, por lo tanto, era urgente permitir que los incapaces, que son la mayoría, estén bien representados en el sector público. Nadie se dio cuenta entonces, pero esos incapaces llegaban a esos altos puestos porque habían tenido la suficiente visión unos meses antes para aportar dinero en la campaña del nuevo presidente. Cuando estalló el escándalo, los congresistas del oficialismo justificaron los nombramientos diciendo que estaban reemplazando a la casta política que había gobernado el país los cinco siglos anteriores y que ahora les correspondía aprovechar de las riquezas del país. 

El problema empezó cuando empezó a hacer promesas que iban en contra de las leyes del país. Nadie está por encima de la ley, fue la decisión de los tribunales. Entonces, para poder cumplir con su palabra, promulgaba leyes que solo lo favorecían a él y a sus allegados. Por ejemplo, declaró el terreno de casa de sus padres como de “valor estratégico” con el fin de poder hacer un helipuerto estatal y poder visitar a sus padres sin preocuparse del tráfico ni del estado de la carretera. 

Como se dijo antes, nunca tuvo el país a un presidente tan inexperto en todos los quehaceres de la política. Sus discursos pronto se hicieron famosos por las tonterías que soltaba cuando no se enredaba en sus propias palabras y perdía el hilo de sus propios pensamientos. Por eso hacía casos a los peores consejeros que sus mentores políticos le facilitaron. Así llegó a pensar que robar al erario público y cobrar comisiones de contratos estatales era una prerrogativa presidencial y una tradición nacional que todos aceptaban. Sus intentos de apropiarse de dinero público fueron tan torpes que causaban pena, indignación y risa al mismo tiempo. Se llegó a extrañar públicamente a aquel otro expresidente, ladrón de talla mundial que robaba con tal arte, inteligencia y carisma que nadie pudo encontrarle nada incluso después de muchos años. 

Nunca tuvo una idea clara de lo que quería hacer en el gobierno, sólo la convicción de que el tiempo no le iba a alcanzar. Por eso dedicó mucho tiempo y esfuerzo a intentar quedarse en el poder, o al menos asegurar su futuro y el de su familia. Demasiado pronto el gobierno empezó a hacer agua, y lo obligó a seguir el manual del populista de izquierda: Prometió una nueva constitución, una que reemplazaría a esa que solo había hecho ricos a los ricos y pobres a los pobres. Nunca pudo explicar qué es lo que tenía exactamente de malo la constitución vigente, ni tampoco pudo dar un ejemplo de cómo podría cambiarse algún artículo para hacerlo menos derechista. La discusión duró meses, mientras el presidente trataba de ocultar sus errores y trataba de llevar adelante un cambio de constitución que no implicara participación alguna del pueblo que decía defender. 

Se dio entonces la rara circunstancia de un gobernante que no sabía gobernar, mientras echaba la culpa de su incapacidad a la derecha, a los ricos, y a la constitución, mientras no hacía nada. Hasta hoy, ni siquiera los pocos partidarios que hoy le quedan pueden mencionar una sola obra que haya realizado, una ley que haya impulsado o una decisión que haya tomada para mejorar en algo lo que encontró al llegar. El Congreso de la república, aunque también era una cueva de pícaros, no podía ver cómo se desbarrancaba el país, bajo el razonamiento práctico de que era mejor obtener beneficios en un país rico que en un país en quiebra. Se presentó una moción de remoción al presidente, por razón de incapacidad moral, aun a sabiendas que a dicha moción le sobraba la palabra “moral”. 
El presidente para entonces estaba tan aterrado por la posibilidad, que, aunque las encuestas decían que la moción no iba a prosperar, realizó el acto más penoso de su gobierno: Difundió un mensaje a la nación en donde declaraba la disolución del congreso que lo quería sacar y del sistema judicial que lo quería investigar, reemplazando a ambos por la Asamblea Constituyente que solucionaría todos los problemas del país. Mientras tanto, ordenó al ejército salir a la calle a defenderlo, con toque de queda incluido. Cuando me vinieron con la noticia, la descarté inmediatamente por falsa. Ni siquiera él puede ser tan bruto, dije. Solo cuando vi la confirmación por canales oficiales pude creerlo, pero volví a exclamar ¡Qué bruto! (¡Ah! me olvidé que esto ocurrió en un país muy lejano, así olviden que escribí la línea anterior). La realidad del país le dio en la cara. Nadie le hizo caso, ni el ejército ni el pueblo, porque el país ya estaba curado de dictadores y prefiere que lo roben en democracia. 

Cuando el Congreso, en solo dos horas declaró fundada la incapacidad presidencial, le dejó solo la opción de mostrarse valiente y enfrentarse a sus enemigos. Nuevamente falló. Ordenó a su escolta llevarlo a la embajada de otro país izquierdista para pedir asilo político, con tanta torpeza que todo el mundo sabía hacia donde se dirigía y se formó un bloqueo de autos de gente harta en la embajada para impedirle la llegada. No fue necesario, la escolta presidencial recibió órdenes del Congreso para arrestar al presidente. Nadie levantó la voz ese día para defenderlo, y las multitudes que salieron a la calle ese día lo hicieron para celebrar. Solo en los sitios alejados de la capital hubo protestas de gente que no había tenido que soportarlo día a día, y que hasta hoy cree que era solo un pobre maestro rural aplastado por una élite blanca. 

Aún hay quienes fuera de ese país creen que su destitución se debe al racismo, olvidando que los dos presidentes anteriores y la sucesora de este presidente son tan indígenas como él, y solo de diferencian por el hecho de no declararse izquierdistas. No saben que en el país hace ya mucho que la izquierda y la derecha han perdido su significado, y que ahora solo existen en el país los fines personales. Que se los diga la vicepresidenta del este malhadado presidente, que pasó de ser una comunista recalcitrante a ser hoy como presidenta, la representante de la derecha más retrógrada, según sus detractores. 

¿La moraleja de la historia? La incapacidad no tiene raza, color político ni clase social, y a ese presidente no lo sacaron por izquierdista ni por ser del pueblo, sino por bruto.

miércoles, 13 de septiembre de 2023

Sin anotaciones al margen



El que entre a mis dominios privados verá un gran librero, multiusos como todo lo que tengo. Allí tengo libros técnicos de mi especialidad, diccionarios, una parte de mi colección de música, y una variada selección de libros de literatura. Algunos que dedican más tiempo que yo a leer podrán pedirme hojear alguno de ellos, y una de las cosas que notarán es que casi ninguno de los libros tiene anotaciones al margen. Entonces me preguntará el porqué, e incluso algún fanático literario expresará la duda de que en realidad he leído los libros que hay allí.
Anotar en un libro. Nunca lo he entendido. Creo que es porque soy de la generación en que todos éramos pobres, y un libro era casi un lujo, además de que tenía que compartirlo con mis hermanos. Hasta hoy me parece una barbaridad manchar un libro con mi escritura, más allá de escribir mi nombre en una de las primeras páginas, en caso de que alguien me lo pida prestado. Esa es otra de las razones por la que no hago anotaciones. Si por alguna razón el libro acaba en otras manos, alguien más se enterará de lo que pienso y opino. Me imagino también si escribiera al margen de un párrafo y lo leyera después de tiempo, sólo para sentir pena de las tonterías que pensaba entonces. Tampoco encontrará nadie en mi biblioteca libros subrayados o resaltados, otra aberración propia de predicadores callejeros, a los que reconozco por cargar siempre una biblia desgastada con tantas frases resaltadas en varios colores que el libro ya ha perdido su significado y se ha convertido en una lista de frases inconexas.
Observo también que hay libros baratos en papel corriente, preparados para ser anotados, y ediciones de lujo, para leer con reverencia o enseñar a los amigos, y que nunca serán anotados. Ese es otro extremo al que no llego, pues para mí, un libro fue hecho para ser leído, y no para tenerlo como adorno o símbolo de estatus. 
Con todo, alguna vez me atreví a anotar al margen de un libro. Como en muchas cosas que hago, lo hice esa vez para saber lo que sé siente, y ver de primera mano si era esa experiencia enriquecedora de la que hablaban mis amigos literatos. No me sentí cómodo, y más aún, me di cuenta de que no estaba opinando, sino corrigiendo al autor. Para mayor afrenta, mi caligrafía se ve realmente mal, y echa a perder toda la estética de la página. 

Revisando mi biblioteca, veo que la mitad de mis libros son técnicos, relacionados a mi profesión, algunos con anotaciones de referencias a normas técnicas, y en algunos casos, enmarcando alguna fórmula realmente importante. Los libros de literatura están limpios de marcas de lápiz o resaltador, lo que me parece mucho mejor, porque me distraerían de la historia, al igual que los pies de página. Recuerdo que alguna vez pasó por mis manos una edición del Quijote, con tantos pies de página que me desanimaba al ver que casi la mitad de la página era un pie con citas incomprensibles y opiniones de gente que no me interesaba. Yo quería saber la historia, no enterarme que la primera edición dijo esta palabra y después la cambiaron a esta otra. Y esa es otra razón para no anotar en los libros que tengo: Si decido emprender nuevamente la lectura de un libro, quiero hacerlo como si fuera la primera vez, quiero sorprenderme de nuevo, sin anotaciones que me distraigan, y sin tener que pensar si mis opiniones han cambiado desde la primera vez que lo leí. 
Allá los que dicen que hay que anotar en los libros, yo simplemente no lo hago.

domingo, 3 de septiembre de 2023

Leyendas peruanas: tesoros



En el Perú no hay sitio en donde no haya alguna historia sobre un tesoro escondido. En cualquier pueblo basta con preguntar un poco y se obtendrá una leyenda transmitida de boca en boca durante mucho tiempo, o un relato sobre gente que buscó o encontró un tesoro. Aquí cuento un par de historias que obtuve de primera mano: 

La primera me fue referida por un compañero ingeniero, cuando trabajaba en una línea de transmisión eléctrica a través de las montañas. Uno de los tramos tenía que atravesar el río, y la gente de la población advirtió a los trabajadores sobre el peligro de acampar cerca al río. Hay cosas, decían. Los ingenieros, provenientes de la ciudad, hicieron caso omiso de las supersticiones pueblerinas. En la noche, algunos trabajadores vieron un resplandor dorado proveniente de las aguas, y uno ellos, con valor insensato, se metió al río, para salir a los pocos minutos diciendo que había visto una especie de casa o caverna llena de oro en el fondo del río. Los demás trabajadores se pusieron de acuerdo y el primero volvió a entrar, está vez atado a una cuerda que lo demás jalarían una vez asegurado el tesoro. El intento fue infructuoso, pero el buceador improvisado volvió emocionado, estuvo a punto de tocar el tesoro, pero la cuerda se había quedado corta. Una segunda cuerda, atada a la primera, tampoco fue suficiente, esta vez el buceador dijo que casi lo alcanzaba con los dedos, pero parecía que el oro se alejaba cada vez que trataba de llegar a él. 

A la mañana siguiente, en el pueblo uno de los del grupo de la noche anterior comentó lo ocurrido. Recibió la respuesta airada de uno de los pobladores: ¡Insensatos! Les advertí que el río hay cosas. La gente del pueblo sabía desde hace mucho del tesoro del río, pero sabían también que el oro estaba maldito, todo aquel que lo toca no puede salir de la caverna y muere ahogado. El trabajador que se había metido al río tenía suerte de no haber tocado nada y seguir vivo. Ese mismo día se dio la orden estricta de no entrar al río, y el campamento fue mudado al día siguiente, terminada la labor en esa zona. 

La otra forma en que se encuentra un tesoro en mi país es por una costumbre usada en siglos anteriores. Se dice que en muchas haciendas la gente enterraba sus tesoros dentro de sus casas, con ayuda de un esclavo o sirviente, y una vez terminada la tarea, mataban al cavador con el doble propósito de que no revele el lugar del entierro, y para que su fantasma cuide del tesoro. A tal lugar se le conoce como "tapado" o "entierro", y hay multitud de historias de gente que ha buscado estos tesoros en las casas antiguas, para ser derrotado por el fantasmal guardián. Otras historias cuentan que había gente que, al construir una casa, pedían a un chamán que robe una calavera del cementerio y la entierre dentro de la casa, para que su fantasma la proteja de los ladrones y otros daños. 
Por eso cuando mi familia compró una casa hace años y al hacer los trabajos de cambio del piso, y los albañiles encontraron una calavera, nadie supo ante cuál de los dos casos nos encontrábamos. A pesar de las prohibiciones expresas, los obreros terminaron sacando los pisos de toda la casa, cavando en varios lugares. Tuvimos que despedir a los obreros y reemplazarlos por otros que nada supieran del tema, bajo una supervisión estricta para que nadie cave más de lo necesario. El asunto fue zanjado llamando al sacerdote de la iglesia cercana con una botella de agua bendita para bendecir todas las habitaciones, y enterrar la calavera en un lugar más seguro, con permiso de la iglesia. 

Así es el Perú, donde cualquiera puede contarle a uno historias de tesoros y fantasmas, o hasta encontrar una en su propia casa.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...