viernes, 22 de mayo de 2020

Es una cuarentena, no el fin del mundo


Viendo lo que mucha gente publica en sus redes sociales, he llegado a la conclusión de que la humanidad ha perdido la capacidad de aguante que nos permitió antiguamente sobrevivir a mamuts, diluvios universales, guerras calientes y frías y a tanto anuncio del fin del mundo como he visto en mi vida.

Es que muchos hablan de la actual epidemia como si en verdad se tratara del fin del mundo. Si eso fuera cierto, es un fin del mundo más aburrido de lo que nos prometieron todas las películas de ciencia ficción: ninguna explosión atómica, ningún zombie sediento de sangre, ningún ejército de aliens o cyborgs, ni siquiera terremotos o inundaciones, nada cinematografiable por ningún lado. Pero siempre hay los que ante alguna crisis mundial revisan los libros de Nostradamus, la Biblia o algún sitio donde se anuncie el fin del mundo para ver si concuerda en algo, y no encuentran nada, pero aun así se quejan de que el mundo se va a acabar.

Los que se quejan de la cuarentena, al parecer se aburren mucho y se lamentan, sin tomar en cuenta que esta es la generación mejor preparada para sobrevivir en casa, teniendo internet, netflix y servicio a domicilio. ¿Quieren saber cómo era la cuarentena en el tiempo de la peste bubónica? Si descubrían que había un infectado en la casa, el pueblo tapiaba las puertas y ventanas para que nadie salga hasta que toda la familia muera de peste o de hambre, lo que ocurra primero, y luego se quemaba la casa para purificarla. ¡Eso sí era confinamiento, no lo de ahora!

El mundo no se va a acabar, al menos yo no me veo yendo próximamente a una cueva muy profunda a refugiarme por 400 años, ni quedándome solo con una rubia para empezar a repoblar el planeta. Me temo que todo esto quedará en la historia como quedaron las plagas de lepra, viruela, o cólera. Es decir, como un evento que mató a mucha gente, pero que no puso nunca en peligro a la especie humana, que se siguió reproduciendo y creciendo una vez pasado el temporal. Pero no, este milenio de inmediatez y acontecimientos desechables nos ha hecho perder la paciencia para cualquier cosa, y un mes de cuarentena nos parece una eternidad. Al comienzo, no lo dudo, la gente estaba dispuesta y confiada en que saldremos a volver a hacer una vida normal, pero pasada una semana ya empieza la ansiedad. ¡Una semana! Nuestros abuelos guardaban lutos durante un año, hacían ayuno de cuarenta días en cuaresma, y ahora la crónica del aislamiento va así:

Día 1: Me quedo en casa. Hay tanto por hacer que no me voy a aburrir.
Día 2: En aislamiento. Pero tengo internet y nadie de mis amigos me extrañará, porque sigo en contacto con ellos.
Día 3: En cuarentena. Por alguna razón, siento ganas de abrazar a alguien.
Día 4: Encerrado en mi casa. Pero no me dejaré vencer por la depresión.
Día 5: Nostalgia. Extraño el mundo exterior. Tantas calles vacías, tantos cielos azules, y no poder salir a disfrutarlos.
Día 7: Desde esta jaula, solo salgo a la ventana. Juro que si toca la puerta un testigo de Jehová, lo abrazaré y conversaré con él tres horas.
Día 8: Esto es una cárcel. Tengo síndrome de abstinencia de ir de compras, de fútbol, de reuniones con cerveza.
Día 9: ¡QUIERO SALIR!!!! El mundo se acaba y yo no lo veré.
Dia 10: El perro ya se aburrió de estar conmigo. ¿Quién me presta un niño para sacarlo a pasear?
Día 11: Ahora comprendo a los que hablan con sus plantas, a los que hacen llamadas falsas solo para escuchar una voz.
Día 12: Ya me acabé toda la programación de Netflix, hasta las que no quería ver.
Día qué te importa: ¿Hoy es jueves o viernes? Todos los días son iguales.
Día quién sabe: Envidio a las ardillas que pasean libremente por el parque. La computadora no reemplaza al contacto humano.
Día indeterminado: Ya perdí la cuenta de los días, no seguiré registrando la cuarentena. He abierto una cuenta de Tik Tok. Serán mis últimos testimonios antes de que encuentren mi cuerpo momificado por el ocio.

miércoles, 13 de mayo de 2020

La era Cuarentenaria


Nadie duda hoy que estamos viviendo una nueva era, lo que era normal hace tan solo tres meses, ya no lo es más, Yo ya he pasado por la era Paletozoica, la era Intermezzozoica, el Secretácico y el Perjurásico, hasta llegar a la era actual, que es la Era Cuarentenaria.

Cuando llegó la pandemia, yo estaba más o menos preparado, aunque sin comprender aún la magnitud de lo que nos esperaba. Me había cortado el pelo, y había dado por terminado mi “mes sabático” después de terminar en mi anterior empleo. Por precaución, suspendí mis vacaciones donde pensaba escalar montañas sin cuerda, bucear con tiburones y lanzarme al vacío desde un globo. No vaya a ser que me coja el coronavirus y me muera. Veía las noticias de Europa para comprobar que, si hubo un tiempo en que todos los caminos llevaban a Roma, hoy los caminos llegan, pero ya no salen. Los expertos declaraban que debíamos evitar tocar a la gente, mantener un metro de distancia, adiós besos y abrazos. ¡Nos quieren convertir en ingleses! comentaba yo.

 Al menos en mi casa pudimos despedirnos de las comidas en el restaurante, cuando ya la gente tenía miedo de ir por miedo al contagio. Mi último gusto fue pedir un pollo para llevar, y tomar una foto de ese último día en un enorme local casi vacío . Esa misma tarde se informó que todos debían quedarse en casa y cerrar todos los negocios. Al día siguiente desperté y ya no era fin de semana, pero no se notaba. Por orden del Presidente, todos a quedarse en sus casas, a menos que sea estrictamente necesario. Como todo el mundo, tuve que llamar a mi trabajo para preguntar si mi labor es “esencial” o si me iban a echar a la calle, como a la mayoría de los empleados que no tienen un buen padrino.

Así empezó mi aislamiento. Todavía en ese tiempo la cosa no pintaba tan grave, podía conversar con mis amigos sobre lo divertido que sería pasar unos días en casa, contando las aventuras de una sobrina que vino de vacaciones a mi casa y a quien casi agarra el cierre de aeropuertos y pudo regresar a Europa en uno de los últimos aviones que despegaron de Lima. Como muchos, empecé la experiencia del teletrabajo. Descubrí las que delicias de trabajar desde casa con la música que quiera al volumen que quiera y sin ningún compañero de trabajo que se queje. El gusto me duró poco más de una semana hasta que se dieron cuenta de que yo no era tan esencial como habían creído al principio. Me quedó entonces la televisión y los grupos de whatsapp. Recordé el porqué ya no veía televisión cuando le di vuelta a todos los canales sin encontrar algo decente. Netflix tampoco me duró mucho, y los grupos de whatsapp empezaron a llenarse de todos los rumores, falsas recetas contra el Coronavirus y fake news que es capaz de inventar la gente obligada a quedarse en su casa.

Curiosamente, entre todo ese chisme no vi ningún anuncio de cura homeopática contra el coronavirus, ni nadie diciendo que ser vegano protege contra este mal. Las lámparas del Himalaya y los cristales de cuarzo tampoco se están aplicando, ni los evangelistas que ofrecen milagros para todos los males dijeron presente. Empecé a sospechar que todo eso es pura mentira.

Los noticieros de la televisión me parecían irreales, como si vieran en la pandemia un ensayo para cuando llegue el apocalipsis zombie. Tampoco nadie anunció lo que temía, que el confinamiento era para mí por hacerme el chistoso, No por ser portador del coronavirus, sino por tonto, que dicen que es más grave y contagia más. Debe ser una de esas informaciones que oculta el Gobierno.

Las clases online que intenté tampoco funcionaron bien. No podía interrumpir al profesor con mis agudos comentarios, ni ver la cara de confusión de los otros estudiantes, que ahora se ven como otros televidentes de los noticieros.

Las veces que salgo a la calle a comprar me cruzo con los que salen a pasear al perro, ambos con la misma cara de felicidad al por fin salir de la casa. Tal vez no sea tan mala idea pedirles prestado el perro para pasearlo yo también. Es que el policía que me detuvo el otro día no me creyó cuando le dije que había salido a pasear al loro. A propósito, los canarios, periquitos y palomas que viven enjaulados en muchas casas deben estar sonriendo al ver a sus dueños tan encerrados como ellos. Si yo tuviera uno de ellos ya los habría liberado para que al menos ellos fueran libres.

Así llegamos a estos días, en que ya estoy llegando al final del playlist de 15000 canciones que tenía preparado, pensando en mi zona de confort no era de tanto confort como creía, en que al final de esta epidemia, sólo se salvarán los que nunca han recibido un beso, un abrazo, los que no han bailado una balada, los solitarios. Pensando en que cuando podamos salir, muchas parejas se divorciarán, otras redescubrirán el porqué decidieron unirse, a otras les confirmará que les conviene vivir separados, y por último, algunos saldrán corriendo a casarse.

domingo, 3 de mayo de 2020

Incultura literaria


Recomendar libros es una de las pocas actividades que puede hacerse con cierta sinceridad, ya que es poco probable que el escritor o la editorial me paguen por recomendar algo, ni tampoco es frecuente tener intereses subalternos, quizá en alguna ocasión pueda haber razones de amistad o afinidad política, pero el ambiente en el que suelo moverme me exime de tales contactos. Por lo tanto, confieso públicamente que no soy bueno para recomendar libros. Siempre he creído que más que cultura literaria, tengo una incultura literaria.

No me considero un gran lector de libros. Al menos, ahora leo mucho menos de lo que alguna vez leía. Leí muchos clásicos, y muy poca literatura moderna. En mi opinión personal (Por favor, que alguien me desmienta), la literatura actual es muy deprimente, no encuentro un relato o un libro escrito desde la perspectiva de la alegría. Tal parece que para escribir algo ahora hay que ser un deprimido antisocial.
Para deslindar críticas que imagino ya se están formando, yo sí creo en recomendar libros. Es más pienso que debería declararse una actividad de interés nacional, en vista de tanto funcionario o figura pública que hace gala de una ignorancia inmaculada, sin ninguna contaminación cultural. Sería una efectiva prueba de ingreso pedir como requisito para cualquier cargo público recomendar un libro que no esté de moda o que no le hayan hecho película.

Y yo no sé recomendar libros. Claro que he conocido gente que necesita con urgencia que le recomienden un libro, aunque sea uno solo, pero yo sólo sé mencionar aquellos libros que me gustaría leer a mí, y la experiencia me dice que mis gustos no coinciden con los gustos generales.

Estoy seguro de que algunos considerarán como un pecado mortal no haber leído nunca a Murakami, ni a Bukovski, y peor aún, haber abandonado varias veces la lectura de Cortázar. Siendo así, mis conversaciones literarias son bastante limitadas, lo que no impide que de vez en cuando alguien me pida alguna recomendación.

Y ahí es donde vienen los problemas. Creo ser bueno para recomendar libros a alguien que se inicia en la lectura, pero no para los que ya conocen un poco. Además, recomendar un libro es también pensar en la persona que lo va a leer, la que no necesariamente le va a gustar lo mismo que a mi. Varias veces he conversado con gente que habla con entusiasmo de algún libro de Paulo Coelho, y he respondido recomendando a Saramago, Borges o Umberto Eco, pero pocas veces he tenido éxito.

Una vez encontré en internet este texto: A veces me gusta recomendar un libro que no he leído, pero que me gustaría leer. Es mi manera de decir “sálvate tú”. Pocas veces me he sentido así de identificado con un texto ajeno.

Recuerdo la única vez que tuve éxito recomendando un libro. Estaba en un campamento minero sin señal de teléfono ni TV, y cada vez que bajaba a la ciudad buscaba el libro más grande que me ayude a pasar el aburrimiento después del trabajo. En esa ocasión acababa de terminar “El Conde de Montecristo” y un compañero en una conversación me comentó que estaba leyendo “Caballo de Troya”. Eso me pareció una abominación, así que le recomendé y terminé prestándole el libro, convenciéndolo de empezar a pesar de la intimidante cantidad de páginas. La siguiente vez que lo encontré me hablaba del libro con la emoción de quien sigue hoy las series de moda.

Por eso soy muy selectivo a la hora de responder a un pedido de recomendación de un libro, película o música. No me gusta que después me reclamen de que mi recomendación no le gustó.
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