sábado, 23 de marzo de 2019

Historia en un aeropuerto


Un aeropuerto es por definición, el lugar donde ocurren todo tipo de historias. Separaciones, reuniones, tránsitos, esperas, rutinas y sucesos extraordinarios pueden ocurrir en cualquier momento, contando con los ingredientes emocionales, legales, o políticos para ello. Solo uno de ellos contaré hoy aquí.

Entre toda la gente que se afana en la cola del registro, se podía ver ese día a los que llevan varias maletas y luchan para que la improvisada torre que han hecho con ellas no se desplome y se caiga. Otros tratan de distraerse mirando su celular. Otro más vigila siempre aprensivo la maleta, temiendo que desaparezca y avanzando con cada milímetro que le permite la cola. Por mi parte, yo miraba el reloj cada 30 segundos, volviendo a verificar el horario de mi vuelo, no sea que un extraño agujero negro absorba el tiempo y me haga perder el vuelo. Entre todos, pasan oficiales verificando que todo está en orden, y un policía con un perro de raza mezclada, pero algún visible ascendiente de pastor alemán, pasea y de vez en cuando dedica un completo olfateo a una maleta escogida al azar por su dueño. Debo confesar que me sentí algo aprensivo cuando tocó el turno de mi propia maleta. Muchas historias de encargos que resultaron contener sustancias ilegales he escuchado, y a pesar de todas las precauciones, nunca se sabe. Afortunadamente mi maleta pasó el examen y el perro ni siquiera hizo comentario alguno sobre los sobres de crema de ají y las botellas de pisco que llevaba. Pero a otro de los pasajeros no le ocurrió lo mismo. Cuando empezó con el examen olfativo, el perro, hasta ese entonces muy vivaz y concentrado, bajó las orejas y entró en un estado de melancolía, sollozando desconsoladamente. Hasta donde yo he sabido, cuando un perro encuentra droga ladra fuertemente y avisa a su dueño, pero ponerse a llorar no estaba dentro de las instrucciones de lo que se hace con un perro policía en el aeropuerto.

El oficial estaba a la vista tan sorprendido como yo, porque se quedó impávido observando un espectáculo de tristeza que me gustaría mostrar a todo aquel que diga que los animales no tienen sentimientos. Cuando empezaron los aullidos, el asunto se salió de control. El pasajero insistía en que no procedía ser llevado a la oficina de control y el oficial no podía dar una razón válida para hacerlo. Otro perro fue traído para una revisión que se repitió dos veces sin resultados anormales. Luego el primer perro hizo una nueva revisión que renovó su llanto. El pasajero fue llevado finalmente al control del aeropuerto, para una revisión más exhaustiva, pero que no duró mucho, porque vi al pasajero poco después en la sala de espera. No pude resistir la tentación de acercarme a preguntar qué había pasado. El pasajero me dijo que en la oficina le hicieron abrir la maleta y sacar todo, trajeron a un tercer perro, posiblemente el más calificado para encontrar drogas, que hizo un olfateo minucioso de las pertenencias sin resultado alguno. Tras unas sinceras disculpas, el pasajero fue dejado ir sin más castigo que la difícil labor de meter nuevamente todas sus pertenencias en su maleta. Mientras me narraba su aventura, uno de los oficiales con su perro se acercó un poco, dudando entre si acercarse a nosotros o dejarnos tranquilos. Al final, decidió tomar otra ruta, pero sin quitarnos la mirada.

Durante el resto del viaje me quedé pensando qué habría pasado. ¿Algún olor le habría recordado al perro algo de su difícil pasado? ¿Sería acaso que el pasajero sin saberlo tenía relación con el antiguo dueño del perro? ¿Alguna marca de perfume está provocando este tipo de reacciones en animales, como se dice que ha pasado antes?

Termino aquí mi historia, sin un final, porque nadie sabe lo que realmente pasó, y el único que podría decirnos lo sucedido no puede hacerlo. Porque lo que indiqué al comienzo no es cierto, un aeropuerto no es un lugar en donde las historias ocurren, las historias aquí no empiezan ni acaban, el aeropuerto solo es el escenario de uno de los capítulos, uno que solo casualmente podemos ver.

miércoles, 13 de marzo de 2019

Una historia culinaria


El Perú tiene hoy un ganado prestigio culinario. La gente que viene de visita a nuestro país es advertida (y empieza a aparecer dentro de los folletos de precauciones que se entregan a los viajeros) que regresará a su hogar usando el cinturón un agujero más suelto. Lo que es historia no tan conocida es cómo la cocina peruana fue ganando poco a poco un lugar dentro de nosotros mismos, una historia que tiene que ver con cómo los peruanos empezaron a recuperar la autoestima, de dejar de sentir vergüenza de nosotros mismos. Y no es una sola historia. Hay muchas historias que aguardan al comensal que sepa preguntar en los muchos restaurantes de éxito. Quiero narrar esta hoy, porque es representativa de las muchas historias de éxito, porque conocí la historia cuando aún no estaba completa, y porque me da la oportunidad de añadir algunas cosas para hacerla más surrealista, como a mí me gusta.

A fines de los años setenta, las cosas en el Perú no iban bien. Gobernaba el país un dictadura militar que ya se había ganado una alta cuota de impopularidad, como suele pasar a los gobiernos revolucionarios que empiezan a distribuir la riqueza hasta que ya no queda riqueza por distribuir. Eran los tiempos de la escasez y de la agitación política y sindical. Se sabe que el estómago vacío fomenta el izquierdismo, las marchas y las huelgas. Muchos descubrieron entonces que el sindicalismo era una manera fácil de vivir, sin tanto trabajo físico y con el prestigio que entonces traía entre la comunidad obrera. Muchas huelgas se hicieron entonces no por búsqueda del bienestar del trabajador, ni siquiera como parte de un plan para que las masas tomen el poder, sino para lograr algún puesto en la estructura sindical nacional. En este ambiente un dirigente sindical de mi pueblo obtuvo grandes dividendos políticos organizando marchas y huelgas, aprovechando las últimas innovaciones en la lucha popular: las marchas de sacrificio, el encadenar gente a la reja de la iglesia, y sobre todo, la olla común. Era esta una actividad que consistía en que todos los huelguistas se reunían y cocinaban en enormes ollas para todo el personal. Este dirigente obtuvo el incondicional apoyo de su esposa en estas actividades. La señora, que poseía ese talento transmitido de generación en generación y lo supo aplicar para la cocina en grandes cantidades, se convirtió en parte infaltable del quehacer sindical, al extremo que los obreros le preguntaban cuándo sería la próxima huelga para apuntarse en la olla común. Carapulcras, ají de gallina, causa limeña y anticuchos eran repartidos junto a arengas socialistas y promesas de poder para el pueblo. Se sabe que un estómago lleno es más permeable a recibir ideas políticas, sobre todo si en el evento se comparten las recetas y secretos culinarios y se planifica ya el menú de la siguiente huelga. Mi familia en ese entonces también estaba con la moda del sindicato y nos avisaban de la próxima olla común para inscribirnos sin más cuota que parte de los ingredientes.

El dirigente llegó a la dirigencia nacional del sindicato, con lo que fue requerido cada vez con mayor frecuencia a la capital. La señora fue invitada a participar de un par de ollas comunes a nivel nacional con gran éxito, pero no podía mantener el frente que ya había formado en nuestra provincia, el cual había crecido de ser un grupito de apoyo a todo un club de lucha de madres trabajadoras. El asunto se agravó cuando el esposo, seducido por el brillo de la capital, fue descubierto con las manos en la caja del sindicato, metafóricamente, y con las manos en la secretaria de la tesorería, literalmente. La señora quedó sola en el pueblo, el esposo desapareció y no se le volvió a ver hasta varios años después. El movimiento sindical de la provincia languideció al desaparecer la dictadura y sólo quedó el recuerdo de la gente de lo bien que se comía en la olla común.

Fue entonces que la señora decidió abrir su propio restaurante, con la ayuda de sus dos hijas. Una de ellas trajo a su enamorado, miembro del sindicato pesquero, y con ello llegaron los ceviches fresquitos que ganaron tanta fama como las ollas comunes de la madre. En la enramada con piso de tierra que era el restaurante, se comía bueno, bonito y barato, convirtiéndose en uno de esos lugares turísticos secretos a donde te lleva un conocido de la dueña y de pronto uno mismo lo recomienda. Mi mejor recuerdo es cuando un amigo que estaba trabajando en una de las fábricas pesqueras de la zona me invitó a desayunar allí, creyendo que me iba a sorprender. Yo pedí el desayuno de leche fresca de vaca verdadera con su nata y su capa de grasa flotando (placer que ya no se encuentra en la ciudad) y un café pasado en cafetera antigua hecha de café molido allí mismo. Le conté a mi amigo el embrión de la historia que aquí presento y fue él quien quedó sorprendido.

Hoy la madre está retirada del negocio, aunque no es raro verla todavía en la cocina de donde se ven salir enormes llamaradas, señal de que algo bueno se está cocinando. Las nietas de la señora han estudiado administración de empresas y repostería en institutos reconocidos y son parte del boom de la cocina peruana. Nada mal para una historia que nació en una huelga y que se convirtió en una historia culinaria.

domingo, 3 de marzo de 2019

Milagros apócrifos



En aquel tiempo, Jesús pasó todo un día caminando y predicando a los pobres, curando leprosos y ciegos, hablando del Reino de los Cielos y del amor al prójimo. Caía ya la tarde cuando le venció el cansancio y el hambre, pues no había comido ni descansado en todo el día. Al llegar a las puertas de un pueblo se le oyó decir “Tengo mucha sed”. Uno de los pobladores, vestido como samaritano, le alcanzó un gran jarro de barro lleno de agua. Jesús tomó el jarro con gran alegría y lo bebió con avidez hasta dejarlo casi seco. Gracias, hermano, es bueno encontrar gente que no niega la hospitalidad al recién llegado – dijo. El dueño del jarro miró a Jesús con rostro atónito. - ¡El agua de ese jarro no era para tomar! -Exclamó. - Entonces, ¿Para qué me lo alcanzaste? Le respondió Jesús. - Era para que la convirtieras en vino...
Todos los presentes fueron en ese momento testigos del milagro de que Jesús no le rompió el jarro en la cabeza, ni lo fulminó con un rayo, ni lo arrojó al pozo de agua. Palabra de Dios.

II 
En aquel tiempo, llegó Jesús a una aldea en donde pronto se dio aviso de su llegada, la gente llegó en multitud para verlo y escuchar sus prédicas. Pero esta vez, a diferencia de todos los pueblos que había pasado, no había un ciego, ni un leproso, ni un enfermo a quien curar. Es extraño – dijo Jesús – Sé que alguien me necesita aquí, pero no puedo distinguir a quién. De pronto vio en la puerta de una de las casas a un anciano sentado en el piso. Algunos de los pobladores intentaron prevenir a Jesús. – No te acerques a él, Maestro, es un hombre odioso, que trata mal a todos, no recibe a nadie en su casa y niega el saludo y hasta el agua a quien pasa por su puerta. Jesús no hizo caso y se detuvo junto al hombre. – Veo que has sufrido, y que llegaste a esta aldea donde la gente no te conoce ¿Tienes fe?. El hombre se levantó y le dijo: Hasta hoy solo había esperado la muerte, ya que no se me ha concedido el olvido, pero ahora te veo y te pido que perdones mis pecados. Sí, tengo fe.
Jesús tocó la frente del anciano con su mano, diciendo: Tus pecados han sido perdonados. Podrás vivir en paz desde ahora.
Todos los presentes vieron como el anciano se ponía erguido y parecía crecer. De pronto, la risa iluminó su rostro, la risa se convirtió en carcajada, y la carcajada en un llanto de felicidad. Así estuvo un largo rato después de que Jesús se fuera, dejando a todo el pueblo sorprendido, pues nadie había visto antes sonreír al anciano. Desde entonces el anciano abrió su casa, que se llenó de luz, y saludó a todos con una gran sonrisa, y jamás se le volvió a ver con la tristeza en el rostro.
Los discípulos de Jesús le preguntaron qué era lo que había pasado, y el Maestro solo respondió que eso era lo que había venido a hacer en esa aldea, y que no sólo los leprosos y los ciegos necesitan curarse.
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