Hoy me toca ir a visitar a la única mujer que me deja siempre con la boca abierta. O sea, a la consulta con mi dentista. Tal vez
para otras personas esto sea de lo más normal, pero no para mí. Es que siempre
he tenido temor a los dentistas, desde que en mi más temprana infancia, mis padres me amenazaban con que si no me portaba bien,
me quitarían los dientes, me pondrían puentes para alinearlos y otras amenazas
que terminaron cumpliendo escrupulosamente a pesar de mis esfuerzos por comer
bien y cepillarme los dientes cada mañana.
Afortunadamente, y desde hace algún tiempo,
tengo una dentista a la que llegué a través de una complicada cadena de
recomendaciones, que es más o menos lo que se acostumbra por estos lares. No
negaré que parte de mi preferencia se debe a la simpatía personal de la
dentista, quien es una chica de buen ver y agradable trato, lo cual me hace más
fácil el tradicionalmente escabroso momento de pedirle una cita. Es decir, todo
se hace más fácil hasta el momento de llegar a su consultorio, en que me olvido
de que la considero amiga mía y pienso en ella como una dentista. Aquí es donde
empieza la aventura que se repite con pocas variantes cada cierto tiempo:
Nos saludamos amicalmente, normalmente después de una cortísima espera. Tal vez sea porque ella es una persona muy organizada con sus citas, o por su método de ir directo a la tortura, sin espera ni tiempo de preparación. Porque no conozco cosa más estresante que la espera en el consultorio del dentista, que es cuando mi mente empieza a divagar siempre con los temas de todas las películas de terror sangriento que he visto en los últimos cinco años.
Al entrar en la sala de torturas, quiero decir, el consultorio, ella trata de bajar la tensión del momento con un poco de conversación mientras prepara su arsenal, quiero decir, sus instrumentos. En el momento en que me pide que me siente en la silla es cuando se disparan todas las alarmas, y me doy cuenta de que estoy sentado indefenso ante una mujer con máscara, armada y con licencia. En ese momento espero que en el tiempo que llevo sin verla, su vida sentimental haya transcurrido sin novedades, y sobre todo, sin nada que la haya hecho odiar a los representantes del sexo masculino. La usual reprimenda de por qué ha pasado tanto tiempo desde nuestra última cita y de lo mal que me he estado cuidando no me tranquiliza mucho tampoco.
Afortunadamente parece estar de buen humor y me sigue conversando, preguntando por mi familia y contándome acerca de la suya, a lo que no puedo más que asentir con sonidos guturales, ya que durante todo este proceso mi boca está abierta y cabeza está inmóvil, mientras ella me realiza una limpieza dental.
Mi dentista tiene la facultad de hablar y
hablar y seguir hablando mientras trabaja, en lo que pienso en que solo es una
maniobra para distraerme del horroroso sonido de su taladro. Yo solo espero que
su charla no le haga perder la concentración y le haga atacar al diente
equivocado. Mis alarmas se van apagando poco a poco hasta el momento en que,
acabados los temas familiares, empieza a hablarme de su vida sentimental, justo
en el peligroso momento en que está atacando a mis dientes del fondo. De pronto
aparece ante mí la imagen de ella guardando en una caja y en perfecto orden los
dientes de todos sus ex, incautados como trofeos de guerra. Trato inútilmente de distinguir su sonrisa sádica a través de su máscara, inmóvil ante el temor de ver en cualquier momento un chorro de sangre y a ella cambiando el torno de dentista por una sierra eléctrica. Me agarro
fuertemente a la silla hasta que me anuncia que ha terminado y que me enjuague
la boca, momento en que aprovecho también para limpiarme las lágrimas que han
salido de mis ojos. Me cae simpática mi dentista, aunque siempre me haga
llorar.
Ya más repuesto, y terminada la sesión de tortura, digo la consulta, puedo conversar un poco y darle algunas respuestas al larguísimo monólogo, que no conversación, que hizo durante la atención. No es que desconfíe, pero por seguridad, doy una mirada a su mandil para verificar la cantidad de sangre derramada. Para demostrar que no me afectó la sesión, bromeo un poco y le cuento el chiste del dentista que quiso instalar un soporte para el televisor de la sala de espera de su consultorio e hizo huir a sus pacientes cuando llegó con un enorme taladro a la consulta.
Me despido de mi dentista esperando que no note el temblor que aún no abandona mis piernas.
-
Adiós, hasta la próxima…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario