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miércoles, 29 de agosto de 2012
El mito del perro de Pavlov
Dentro de los inventos que nos han cambiado la vida, están la psicología y el teléfono. Alguien seguramente pensará que estos dos no tienen nada que ver, pero ahora voy a contar la verdadera historia de lo que quizá pudo haber ocurrido en la casa de Ivan Pavlov allá por los primeros años del siglo XX, cuando cada temporada aparecía un invento nuevo que dejaba maravillados a los habitantes de la fría Rusia.
Resulta que el ilustre profesor Pavlov, pendiente siempre de los nuevos adelantos científicos, decidió instalar en su casa un teléfono. Como era costumbre en aquella época, el trámite para obtener línea telefónica era largo y engorroso, pues se necesitaba mucha paciencia, un certificado de buena conducta emitido por el gobierno, y una declaración pública de que dicho aparato había sido inventado por un ruso. Pero el buen profesor tenía influencias en la Academia de Ciencias y obtuvo su teléfono en el cortísimo plazo de dos años, para envidia de todo el vecindario.
Si bien el Profesor Pavlov lo trajo, fue su adolescente hija quien verdaderamente descubrió el teléfono. Este maravilloso aparato permitía a la joven conversar con sus amigas sin necesidad de exponerse a salir en el crudo invierno de Moscú, romper la barrera del sonido en cuanto a la velocidad de transmisión de los chismes y deleitarse al escuchar el eco de su propia voz al hablar, como sucedía en los teléfonos de aquella época. Mientras el serio profesor usaba el teléfono para discutir citas, congresos y nuevas ideas que revolucionarían el mundo de la psicología, su hija mantenía la comunicación y el chismorreo con las hijas de los profesores de la Academia, con las niñas mimadas de prominentes miembros del partido y hasta con la operadora, con quien mantenía largas charlas mientras la conectaban a la línea a la que quería llamar.
Pronto la cuenta del teléfono pasó de unos cuantos copecs a verdaderas fortunas. Todavía no se había inventado el control de llamadas. El profesor Pavlov decidió tomar cartas en el asunto y prohibió las conversaciones telefónicas a su hija. Pero las mujeres siempre han tenido poder de convencimiento sobre los hombres, sobre todo cuando la niña es la engreída de papá. El convenio fue que no podría hacer llamadas, pero podría hablar con libertad si era ella quien las recibía. El trato pareció funcionar, pero el Profesor observó, como buen psicólogo, algunos interesantes efectos secundarios: Cada vez que el teléfono sonaba, su hija saltaba como impulsada por un resorte a contestar, y cuando no sonaba, la muchacha se sentía ignorada, como si hubiera hecho algo vergonzoso que hiciera que sus amigas se olvidaran de ella. Otras veces, ante la ausencia de llamadas, preguntaba a su padre si de casualidad no había habido una revolución que acabara con las líneas telefónicas. Su padre contestaba que eso de las revoluciones era cosa de anarquistas, y que nunca habría una cosa así en la Santa Rusia.
Un día en que la agitación de su hija estaba como de costumbre antes de la hora en que empezaban habitualmente las llamadas telefónicas, a la señora Pavlova se le cayó casualmente la campanilla con la que solía llamar a la servidumbre, produciendo un tintineo. Antes de que nadie se pudiera dar cuenta, ya estaba la niña levantando el auricular del teléfono. El profesor se quedó pensando en la rapidez de aquella reacción, a lo que la hija contestó diciendo que solamente había sido un reflejo. El profesor empezó entonces un experimento, dejando caer nuevamente la campanilla y midiendo con un cronómetro la reacción de su hija. Aparte de la sorpresa de ver moverse a un ser humano con tal rapidez, desarrolló la teoría de que los reflejos pueden ser condicionados por eventos tales como el sonido del teléfono o la palabra “revolución”.
La presentación de la teoría en la Academia de Ciencias de Moscú causó sensación, y todos los profesores con teléfonos en sus hogares empezaron a hacer sonar una campanilla en presencia de sus menores hijas, comprobando la veracidad de la teoría.
El profesor se preparó a exponer sus descubrimientos en las más importantes esferas científicas de Europa cuando tropezó con un problema: Su propia hija se negó a aparecer como sujeto de experimentos científicos, lo que haría de ella el hazmerreír de su círculo de amigas, sin mencionar lo que pensarían de ella todas las adolescentes de Europa. Solo quedaban dos opciones: O toda la familia se mudaba al Perú donde no los conociera nadie, o buscaban otro sujeto de experimentación que presentar en los grandes congresos mundiales de psicología.
El convenio esta vez fue echarle toda la culpa al perro, que pasó de ser el culpable de comerse las tareas de colegio de la hija a ser el objeto de uno de los grandes descubrimientos científicos de la época. Afinando solo unos cuantos detalles, quedó impreso para la posteridad el experimento del perro de Pavlov, con la complicidad de las hijas y esposas de todos los profesores de la Academia de Ciencias de Moscú.
La historia fue acogida con entusiasmo en Europa, y el profesor recibió un Premio Nobel, que recibió en una ceremonia a la que asistió su señorita hija, tanto como reconocimiento por su aporte, como para asegurarse de que en ese momento cumbre no se le escape al profesor la verdadera historia.
Así fue como el perro de Pavlov pasó a la historia junto al gato de Schrödinger y a otros animales utilizados para el avance de la ciencia.
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