El rey Assurassar tenía motivos para sentirse
orgulloso. Había concebido el proyecto con el que su nombre sería recordado por
la posteridad. Hacer una torre que llegue hasta el cielo y que sirva para
recobrar el perdido contacto con Dios. Un puente directo para hablar con la
divinidad. ¿Qué mejor regalo para la humanidad? ¿Qué mejor forma de ser
recordado por las generaciones venideras? Este y otros pensamientos henchían su
alma de orgullo mientras revisaba los planos y sacaba cuentas de la cantidad de
gente y materiales que serían necesarios para tan grandioso proyecto.
La construcción comenzó bajo los mejores
augurios. Incluso los miles de trabajadores se esforzaban en la obra, confiados
en que ellos serían los primeros en llegar a los últimos pisos y ver a Dios. El
avance se desarrollaba según lo planeado. Los obreros trabajaban con entusiasmo
mezclando el barro y la paja para los adobes, levantando andamios, colocando
ladrillos secados al sol. Los capataces apenas necesitaban del látigo para
impulsar a la gente, y se dedicaban a sacar las cuentas de los ajos, nabos y
trigo necesarios para mantener la fuerza de la multitud de trabajadores.
Conforme avanzaba la obra, llegaban nuevas
cuadrillas de trabajadores con nuevos ánimos y costumbres un tanto diferentes.
No se pudo establecer si fueron estos extranjeros o los primeros constructores
los que iniciaron los cánticos para acompañar las labores. A los capataces y al
propio rey este nuevo elemento les agradó mucho al principio, pues mantenía el
ritmo de trabajo y la moral de los obreros. Pero no tardaron en descubrir un
detalle perturbador en aquellos cantos. La música permanecía dentro de las
personas mucho después de haberla escuchado. Era una melodía que precisaba de
gran esfuerzo para sacarla de la cabeza, y que hacía cantar instintivamente a
quien la escuchara. Cuando se dieron cuenta, las conversaciones normales
adquirieron un tono musical, extraño para quien las escuchara por primera vez.
Cuando la obra era ya la más alta que se había
conocido, todos parecían hablar cantando. Nuevos frentes de trabajo seguían
apareciendo con nueva gente interpretaba las canciones a su manera y las convertía en nuevas, diferentes a las
primeras. Pero esta música también se apoderaba de las mentes de las personas
que la escuchaban. Después de un tiempo era posible reconocer en qué parte de
la obra había trabajado un obrero, con solo escucharlo hablar, pues la música
había invadido su forma de hablar, de moverse y hasta de respirar.
Fue entonces cuando la letra de las canciones
empezó a cambiar también. A los sencillos versos sobre el trabajo o plegarias a
Dios, le sucedieron temas como la nostalgia del hogar, amores perdidos o
historias de sus antepasados. Y cada sector de la construcción creía que su
canción era la mejor de todas cuantas se cantaban en la imponente construcción.
Las letras sufrieron después otro cambio. Las notas cantadas se convirtieron en
onomatopeyas, y en tarareos cada vez más complicados, hasta convertirse en
verdaderos mensajes secretos, conocidos solo por aquellos que cantaban la
canción.
La obra empezó a sufrir retrasos. En los
sitios donde tenían que trabajar juntas varias cuadrillas, cada una intentaba
entonar su propia canción, trayendo el desorden a la construcción. Las
discusiones pronto llegaron a las manos, y los capataces se vieron obligados a
escoger una de las canciones para todo el sector de la construcción, lo que le
traía la animadversión de las cuadrillas perdedoras, y lo que era más grave:
los cánticos se habían vuelto tan complicados en su letra que era muy difícil
para los otros aprender las nuevas inflexiones, las notas cantadas y las
entonaciones que no les pertenecían. La música había penetrado tan
profundamente en las mentes de los que entonaban los cánticos, que la propia
manera de hablar resultaba incomprensible para quien no conociera los cantos.
La gran obra, el imponente edificio que
llegaría al cielo, se detuvo, pues las órdenes no eran entendidas y el propio
rey Assurassar era incapaz de comprender los informes de sus capataces, que
habían sido invadidos también por la música de aquellos a quienes dirigían. Sin
órdenes que seguir, los obreros fueron abandonando lentamente el colosal
edificio, llevándose consigo sus canciones y su nueva manera de comunicarse.
Solo unos pocos, comunicándose por señas, trataban de reconstruir aquel cántico
primigenio del cual salieron todos los demás para recuperar la comunicación que
se había perdido.
Aquellos que gustamos de la música seguimos en
la búsqueda de aquel canto perdido que nos hará nuevamente entendernos entre
todos, y que derribará las barreras de los idiomas que hoy nos separan y nos
hacen diferentes. Tal vez solo hacen falta unas pocas notas musicales para
hacernos a todos iguales.
Interesante
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