Nadie sabe exactamente lo que sucedió, ni por
qué sucedió. Simplemente sucedió. Aquel supermercado hasta entonces no se había
distinguido especialmente por nada, dentro de la gran cadena de autoservicios.
No era el más concurrido ni el peor de la cadena, no tenía ninguna
característica que lo hiciera único. Hasta que empezaron a ocurrir cosas
extrañas.
Una mañana, uno de los empleados encontró el
estante de fideos totalmente desordenado y lleno de paquetes rotos. Aunque los
empleados del turno anterior juraron y rejuraron que habían dejado todo en
orden a la hora de retirarse, fueron amonestados por su falta a las normas de
la cadena. Cuando esto volvió a ocurrir a los pocos días en el estante de los
pescados en conserva, el administrador del local tomó la decisión de remplazar
al personal de limpieza del turno noche, y tomar a un personal más comprometido
con su trabajo. Esto no detuvo los incidentes. Se empezó a pensar en actos de
vandalismo, en algún empleado descontento o en una broma complicada. Empezó la
investigación de los antecedentes del personal actual y antiguo. Esto llevó a
nuevos despidos, ocasionando desconfianza entre el personal, pero no a la
disminución de los incidentes.
Los investigadores enviados por la oficina
principal tampoco encontraron responsables. Las cámaras de seguridad no
pudieron dilucidar el misterio. En la cinta de video más clara se podía ver
cómo el estante de verduras parecía estallar por dentro, arrojando tomates,
alverjas y coliflores en todas direcciones. Una investigación de la escena del
crimen arrojó datos inquietantes: pequeñas mordidas en los vegetales y extrañas
huellas que no se pudieron identificar. Se pensó ahora en una plaga de ratas,
por lo que se llamó a un exterminador. El exterminador contratado por la
empresa comenzó su tarea con gran profesionalismo y pidió quedarse en la noche.
A la mañana siguiente lo encontraron paralizado de terror, incapaz de
pronunciar una palabra. Ninguna otra empresa de exterminación de plagas quiso
tomar el caso, a pesar de las ofertas económicas de la casa matriz. A falta de
una mejor medida para solucionar el caso, el administrador del local fue
despedido por su incompetencia en solucionar el problema.
A pesar de todo, el supermercado siguió
funcionando casi con normalidad. El nuevo personal de limpieza se acostumbró a
limpiar los estropicios que encontraba cada cierto tiempo en cualquiera de los
pasillos. El nuevo administrador se preocupó de mantener la calma en el
personal e hizo que tomaran las cosas como una peculiaridad sin importancia.
Así se mantuvieron las cosas durante un tiempo, hasta que un día, una clienta
acudió airada a la recepción, quejándose del disfraz tan horrible de uno de los
dependientes que promocionaba algún producto. Llamado el administrador
inmediatamente, se llamó a todos los vendedores disfrazados que había en el
supermercado. Aunque acudieron los representantes disfrazados de la mascota de
un dentífrico, una marca de celulares, un preparado para bebés y una línea de
galletas, ninguno coincidía con las señas dadas por la clienta, señora de edad que
tampoco parecía del tipo de los que gastan bromas en los establecimientos
públicos.
Fue entonces que salieron a flote todas las
habladurías que ya circulaban desde antes entre empleados y proveedores del
supermercado. La gente especulaba sobre el posible efecto del yogurt caducado
derramado sobre los alimentos transgénicos, sobre la mutación producida en las
ratas alimentadas con hamburguesas llenas de preservantes artificiales y cosas
por el estilo. No tardó la noticia en llegar a los oídos de los clientes. Se
sabe que la mejor manera de hacer que todo el mundo se entere de algo es
obligar a la gente a guardar el secreto.
Si no se puede guardar el secreto, entonces
hay que utilizarlo en nuestro favor, pensó el administrador, hombre educado en
las últimas tendencias de la administración de autoservicios. Se dijo a los
periodistas que venían a cubrir la noticia que se trataba de la nueva campaña
publicitaria de la cadena de autoservicios, y se lanzó la promoción “Encuentre
al monstruo”, con jugosos premios en vales de compra y productos seleccionados.
El supermercado de pronto se llenó de gente que compraba, paseaba por todos los
pasillos y revisaba los estantes en busca de la elusiva criatura. Al poco
tiempo los empleados ya no sabían si los destrozos encontrados eran causados
por la criatura o por los clientes que la buscaban. Pero el pequeño
supermercado se convirtió en el más rentable de la cadena, así que el detalle
fue pasado por alto. Los gastos de la mercadería perdida, la limpieza de las
huellas que cada vez se hacían más grandes y los estropicios de los clientes en
su búsqueda eran recuperados ampliamente por el incremento de las ventas.
Hoy, la cadena de autoservicios ha adoptado
como mascota corporativa a un monstruo que recuerda vagamente a la descripción
dada por la clienta que lo vio por primera vez; los pasillos están siempre
llenos, la gente no deja de comprar y el éxito económico es innegable. A nadie
parece importarle que de vez en cuando se escuche por la perifonía del
supermercado: “Atención, personal de limpieza, acercarse al pasillo 7, apareció
otro cadáver”.
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