sábado, 25 de agosto de 2012

El tiro penal



El árbitro ha tocado su silbato, y la decisión es inapelable. Ya no importa si la mano fue casual o intencional, si la falta fue dentro o fuera del área, la pena máxima ha sido decretada y se tendrá que ejecutar. El ritual del tiro penal empieza con los jugadores reclamando ante el árbitro. Ellos saben que no importa lo que digan, el juez no se retractará de su decisión, pero deben hacerlo para salvar las apariencias ante el público. También por costumbre, el árbitro amenaza con la tarjeta amarilla, lo que pocas veces cumple, ya que los jugadores son profesionales que saben hasta cuándo presionar al árbitro sin caer en límites de las tarjetas amarillas. El director técnico del equipo afectado grita desde su zona pidiendo calma y enviando señas al capitán para mantenga el orden. El otro entrenador, a su vez, vocifera a sus dirigidos para indicar quién debe ejecutar el tiro, tratando de que su voz sea escuchada a través de los gritos del público.

El público, excitado por los acontecimientos, se muestra feroz, tanto en un bando como en el otro. Los hay los que se dedican a insultar al árbitro, los que celebran anticipadamente el gol y los que predicen una equivocación del tirador o un acto heroico del arquero , y al mismo tiempo desean secretamente un milagro. Aquellos de la tribuna detrás del arco hacen bailes, agitan banderas y globos para distraer al jugador que pateará el penal.

Los periodistas se atropellan atrás del arco tratando de obtener el mejor ángulo, en una competencia física que aunque nada tiene que envidiar a la que se desarrolla dentro del campo, es ignorada totalmente por los espectadores. Los comentaristas deportivos hacen cuentas sobre quién tiene mayor efectividad en los tiros penales, especulan sobre las consecuencias de un cambio en el marcador, y afirman conocer exactamente lo que pasa por la cabeza de los  jugadores y los directores técnicos en este momento tan tenso.
En el campo, el ritual continúa. El jugador designado  acomoda la pelota sobre el punto penal. La pelota debe quedar en una posición perfecta sobre el campo que tiene, precisamente en ese punto, una superficie irregular. Trata también de posicionar la pelota unos cuantos centímetros más cerca del arco, hasta el límite permitido por el árbitro. Cada milímetro cuenta para que la pelota llegue con mayor velocidad al arco.

El arquero cumple también su parte del ritual. Se acomoda, trata de recordar hacia dónde el jugador dispara con mayor frecuencia los tiros penales, y se prepara a esperar la forma en que llegará el disparo, tal como lo hizo durante los entrenamientos.

El jugador aún no decide si disparará hacia la derecha o hacia la izquierda, si pateará fuerte o despacio pero con efecto. Las miradas también juegan en este momento. Mira fijamente al arquero y trata de poner una expresión feroz que lo intimide.

De pronto, el ritual termina y todo se funde en una sola expectación por escuchar el pitazo del árbitro. El arquero, el ejecutante, los demás jugadores, los entrenadores, el público y los periodistas están pendientes de este momento. En este instante todo puede suceder, y eso es exactamente lo que va a pasar.

Nadie se pudo explicar lo que pasó ese día. Todos escucharon el silbato del árbitro, todos vieron al jugador emprender la carrera para hacer el disparo, y todos vieron al arquero moverse tratando de adivinar hacia dónde vendría el tiro. Lo que nadie pudo ver fue qué pasó con la pelota. El jugador fue hacia el balón a toda velocidad pero solamente pudo patear el aire, cayendo al piso en una posición ridícula y quedando sentado sobre el césped. La pelota, que debió haber salido disparada hacia el arco rival desapareció y no pudo ser encontrada. Los comentaristas de televisión juraban que jamás habían visto nada semejante mientras repetían la escena una y otra vez. El arquero empezó a saltar celebrando y buscando a sus compañeros, el equipo rival se arremolinó frente al árbitro pidiendo una explicación, el público enardecido gritaba y amenazaba con un escándalo de proporciones, agitando las mallas de las tribunas. Entre todo el alboroto, nadie se fijó en el pequeño niño que rezaba en medio de la tribuna agradeciendo a Dios que le haya concedido el milagro de desaparecer el balón. 

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