El árbitro ha tocado su silbato, y la decisión
es inapelable. Ya no importa si la mano fue casual o intencional, si la falta
fue dentro o fuera del área, la pena máxima ha sido decretada y se tendrá que
ejecutar. El ritual del tiro penal empieza con los jugadores reclamando ante el
árbitro. Ellos saben que no importa lo que digan, el juez no se retractará de
su decisión, pero deben hacerlo para salvar las apariencias ante el público.
También por costumbre, el árbitro amenaza con la tarjeta amarilla, lo que pocas
veces cumple, ya que los jugadores son profesionales que saben hasta cuándo
presionar al árbitro sin caer en límites de las tarjetas amarillas. El director
técnico del equipo afectado grita desde su zona pidiendo calma y enviando señas
al capitán para mantenga el orden. El otro entrenador, a su vez, vocifera a sus
dirigidos para indicar quién debe ejecutar el tiro, tratando de que su voz sea
escuchada a través de los gritos del público.
El público, excitado por los acontecimientos,
se muestra feroz, tanto en un bando como en el otro. Los hay los que se dedican
a insultar al árbitro, los que celebran anticipadamente el gol y los que
predicen una equivocación del tirador o un acto heroico del arquero , y al
mismo tiempo desean secretamente un milagro. Aquellos de la tribuna detrás del
arco hacen bailes, agitan banderas y globos para distraer al jugador que
pateará el penal.
Los periodistas se atropellan atrás del arco
tratando de obtener el mejor ángulo, en una competencia física que aunque nada
tiene que envidiar a la que se desarrolla dentro del campo, es ignorada
totalmente por los espectadores. Los comentaristas deportivos hacen cuentas
sobre quién tiene mayor efectividad en los tiros penales, especulan sobre las
consecuencias de un cambio en el marcador, y afirman conocer exactamente lo que
pasa por la cabeza de los jugadores y
los directores técnicos en este momento tan tenso.
En el campo, el ritual continúa. El jugador
designado acomoda la pelota sobre el
punto penal. La pelota debe quedar en una posición perfecta sobre el campo que
tiene, precisamente en ese punto, una superficie irregular. Trata también de
posicionar la pelota unos cuantos centímetros más cerca del arco, hasta el
límite permitido por el árbitro. Cada milímetro cuenta para que la pelota
llegue con mayor velocidad al arco.
El arquero cumple también su parte del ritual.
Se acomoda, trata de recordar hacia dónde el jugador dispara con mayor
frecuencia los tiros penales, y se prepara a esperar la forma en que llegará el
disparo, tal como lo hizo durante los entrenamientos.
El jugador aún no decide si disparará hacia la
derecha o hacia la izquierda, si pateará fuerte o despacio pero con efecto. Las
miradas también juegan en este momento. Mira fijamente al arquero y trata de
poner una expresión feroz que lo intimide.
De pronto, el ritual termina y todo se funde
en una sola expectación por escuchar el pitazo del árbitro. El arquero, el
ejecutante, los demás jugadores, los entrenadores, el público y los periodistas
están pendientes de este momento. En este instante todo puede suceder, y eso es
exactamente lo que va a pasar.
Nadie se pudo explicar lo que pasó ese día.
Todos escucharon el silbato del árbitro, todos vieron al jugador emprender la
carrera para hacer el disparo, y todos vieron al arquero moverse tratando de
adivinar hacia dónde vendría el tiro. Lo que nadie pudo ver fue qué pasó con la
pelota. El jugador fue hacia el balón a toda velocidad pero solamente pudo
patear el aire, cayendo al piso en una posición ridícula y quedando sentado
sobre el césped. La pelota, que debió haber salido disparada hacia el arco
rival desapareció y no pudo ser encontrada. Los comentaristas de televisión
juraban que jamás habían visto nada semejante mientras repetían la escena una y
otra vez. El arquero empezó a saltar celebrando y buscando a sus compañeros, el
equipo rival se arremolinó frente al árbitro pidiendo una explicación, el
público enardecido gritaba y amenazaba con un escándalo de proporciones,
agitando las mallas de las tribunas. Entre todo el alboroto, nadie se fijó en
el pequeño niño que rezaba en medio de la tribuna agradeciendo a Dios que le
haya concedido el milagro de desaparecer el balón.
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