jueves, 9 de agosto de 2012

La Torre de Babel



El rey Assurassar tenía motivos para sentirse orgulloso. Había concebido el proyecto con el que su nombre sería recordado por la posteridad. Hacer una torre que llegue hasta el cielo y que sirva para recobrar el perdido contacto con Dios. Un puente directo para hablar con la divinidad. ¿Qué mejor regalo para la humanidad? ¿Qué mejor forma de ser recordado por las generaciones venideras? Este y otros pensamientos henchían su alma de orgullo mientras revisaba los planos y sacaba cuentas de la cantidad de gente y materiales que serían necesarios para tan grandioso proyecto.

La construcción comenzó bajo los mejores augurios. Incluso los miles de trabajadores se esforzaban en la obra, confiados en que ellos serían los primeros en llegar a los últimos pisos y ver a Dios. El avance se desarrollaba según lo planeado. Los obreros trabajaban con entusiasmo mezclando el barro y la paja para los adobes, levantando andamios, colocando ladrillos secados al sol. Los capataces apenas necesitaban del látigo para impulsar a la gente, y se dedicaban a sacar las cuentas de los ajos, nabos y trigo necesarios para mantener la fuerza de la multitud de trabajadores.

Conforme avanzaba la obra, llegaban nuevas cuadrillas de trabajadores con nuevos ánimos y costumbres un tanto diferentes. No se pudo establecer si fueron estos extranjeros o los primeros constructores los que iniciaron los cánticos para acompañar las labores. A los capataces y al propio rey este nuevo elemento les agradó mucho al principio, pues mantenía el ritmo de trabajo y la moral de los obreros. Pero no tardaron en descubrir un detalle perturbador en aquellos cantos. La música permanecía dentro de las personas mucho después de haberla escuchado. Era una melodía que precisaba de gran esfuerzo para sacarla de la cabeza, y que hacía cantar instintivamente a quien la escuchara. Cuando se dieron cuenta, las conversaciones normales adquirieron un tono musical, extraño para quien las escuchara por primera vez.

Cuando la obra era ya la más alta que se había conocido, todos parecían hablar cantando. Nuevos frentes de trabajo seguían apareciendo con nueva gente interpretaba las canciones a su manera y las convertía en nuevas, diferentes a las primeras. Pero esta música también se apoderaba de las mentes de las personas que la escuchaban. Después de un tiempo era posible reconocer en qué parte de la obra había trabajado un obrero, con solo escucharlo hablar, pues la música había invadido su forma de hablar, de moverse y hasta de respirar.

Fue entonces cuando la letra de las canciones empezó a cambiar también. A los sencillos versos sobre el trabajo o plegarias a Dios, le sucedieron temas como la nostalgia del hogar, amores perdidos o historias de sus antepasados. Y cada sector de la construcción creía que su canción era la mejor de todas cuantas se cantaban en la imponente construcción. Las letras sufrieron después otro cambio. Las notas cantadas se convirtieron en onomatopeyas, y en tarareos cada vez más complicados, hasta convertirse en verdaderos mensajes secretos, conocidos solo por aquellos que cantaban la canción.

La obra empezó a sufrir retrasos. En los sitios donde tenían que trabajar juntas varias cuadrillas, cada una intentaba entonar su propia canción, trayendo el desorden a la construcción. Las discusiones pronto llegaron a las manos, y los capataces se vieron obligados a escoger una de las canciones para todo el sector de la construcción, lo que le traía la animadversión de las cuadrillas perdedoras, y lo que era más grave: los cánticos se habían vuelto tan complicados en su letra que era muy difícil para los otros aprender las nuevas inflexiones, las notas cantadas y las entonaciones que no les pertenecían. La música había penetrado tan profundamente en las mentes de los que entonaban los cánticos, que la propia manera de hablar resultaba incomprensible para quien no conociera los cantos.

La gran obra, el imponente edificio que llegaría al cielo, se detuvo, pues las órdenes no eran entendidas y el propio rey Assurassar era incapaz de comprender los informes de sus capataces, que habían sido invadidos también por la música de aquellos a quienes dirigían. Sin órdenes que seguir, los obreros fueron abandonando lentamente el colosal edificio, llevándose consigo sus canciones y su nueva manera de comunicarse. Solo unos pocos, comunicándose por señas, trataban de reconstruir aquel cántico primigenio del cual salieron todos los demás para recuperar la comunicación que se había perdido.

Aquellos que gustamos de la música seguimos en la búsqueda de aquel canto perdido que nos hará nuevamente entendernos entre todos, y que derribará las barreras de los idiomas que hoy nos separan y nos hacen diferentes. Tal vez solo hacen falta unas pocas notas musicales para hacernos a todos iguales.

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