Había una vez una polilla. Esta polilla, al igual que todas las demás, tenía una verdadera obsesión por los focos de luz. Cada vez que la bombilla se encendía, se armaba un zafarrancho de polillas tratando de estrellarse en el globo de vidrio. Muchas polillas, durante toda la noche en que la bombilla permanecía encendida sucumbían al cansancio de tanto golpear contra la dura superficie, o al calor que emanaba de la bombilla. Algunas polillas, rendidas al fin, emprendían la retirada con la esperanza de tener éxito la noche siguiente.
Pero esta polilla era especial. Poseía un espíritu inquebrantable que le permitía soportar el ardiente calor de la bombilla, y una determinación que hacía la rendición imposible. Esa noche vio caer a muchas de sus compañeras víctimas del cansancio y el calor. Otras cayeron aplastadas por los humanos dueños de la mágica luz eléctrica, que de vez en cuando hacían el intento de espantarlas.
Pero esa noche, la polilla sabía que era la noche por la que se había preparado durante toda su vida. Ya estaba cansada de tanto intentarlo, pero decidió hacer acopio de todas sus fuerzas para un intento final. Voló con todas sus fuerzas, en el ángulo correcto, hacia el lugar que determinó más débil en la bombilla. Y lo logró.
Ese día quedó marcado en la historia de todas las polillas. Y no solo de las polillas. Entre todo el mundo de los insectos la noticia corrió como reguero de pólvora. La historia habría de contarse entre las polillas, moscas, cucarachas, garrapatas, piojos, escarabajos, libélulas, mariposas, arañas, hormigas, cochinillas, en fin, entre todos los insectos, como un triunfo del espíritu y la voluntad, como una muestra de que las acciones heroicas no son exclusivas de los orgullosos caballos, los gregarios perros o los grandes mamíferos. Incluso los humanos que lo vieron y los que llegaron a la mañana siguiente no dejarían de preguntarse cómo es que una humilde polillita pudo arreglárselas para acabar en el interior de una bombilla eléctrica.
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