martes, 26 de marzo de 2013

La fe del romano


Una de las historias de la Biblia que más me gusta es esta, que hoy quiero contar a mi tonto estilo:

Era uno de esos días en que Jesús estaba ya un poco cansado de la gente que le escuchaba con entusiasmo, pero que se olvidaba de sus enseñanzas a los pocos días. Así es la gente, que mientras les dura la novedad son muy fieles y cristianos, pero después se les pasa a la primera llamada de los pecadores para irse a una fiesta a buscar la perdición. Tanto rato curando ciegos, leprosos y enajenados para que las enseñanzas caigan en saco roto y nadie tenga fe aunque sea del tamaño de un grano de mostaza.
Era uno de esos días que estaban bajos hasta para hacer milagros. Los cojos, ciegos y epilépticos ya se habían acabado el primer día, porque ellos eran los primeros que se pasaban la voz cuando Jesús llegaba al pueblo. La multitud de gente que siempre le seguía pedía ese día verdaderas tonterías, como para ver nomás si se les hacía el milagro. Pedía sacarse la lotería romana, pedía que se le case la hija con un comerciante acomodado, o pedía que las gallinas pongan dos veces al día para salir de pobres y ser la envidia del vecindario. Jesús, todo paciencia y bondad, no negaba milagros a nadie, pero exigía algo a cambio:
- Está bien, te haré el milagro, pero desde ahora debes comprometerte a amar a tu prójimo y compartir tu riqueza con los que menos tienen...
- ¿Qué cosa? ¡Oye, yo no meto en tus cosas! ¡Habráse visto! ¡Uno apenas le pide un milagrito y ya quieren ordenarle la vida a uno!

Así pues, Jesús estaba esperando que algo interesante pase, cuando de pronto la multitud se calló y se apartó para dar paso a un hombre. El estilo y la calidad de sus vestiduras indicaban a las claras a un ciudadano romano. El hombre no necesitó pedir permiso para acercarse a Jesús, pues los judíos, temerosos, le abrieron paso al instante, mientras comentaban en voz baja que se trataba de uno de los romanos más adinerados de la ciudad por el comercio que controlaban.
- Tengo entendido que eres Jesús de Nazaret, y que eres respetado entre los judíos, pues haces prodigios con ellos - Dijo el romano en voz alta, aunque educada.
- Salve, señor. Yo soy aquel a quien buscas. ¿En que puedo servirte? - Le respondió Jesús, que también era educado además de sabio.
- Uno de mis criados, quien me sirve bien y me es muy querido, está muy enfermo, mis galenos no guardan esperanzas para él, pero él solicita tu intervención, pues cree en ti y desea que lo salves.

La gente alrededor empezó a murmurar al oír tan extraña petición: ¿Un romano pidiendo un milagro? ¿Cómo podía uno de la raza de los conquistadores, uno de los opresores del pueblo judío, pedir un milagro? ¿No sería una trampa de los fariseos o los levitas, de quienes se decía que las enseñanzas de Jesús ya habían incomodado más de una vez? Jesús miró a los ojos del romano para ver sus intenciones. Su mirada, aunque llena de la altivez romana, no tenía rastro de burla o engaño.
- Está bien, llévame a donde está tu criado...
- No hace falta, solo ordena que se haga y así será, mi criado sanará según sea tu palabra...

Esto era inaudito. Nadie se había atrevido antes a pedir un milagro en esos términos, y menos que nadie, un romano. La multitud se llenó nuevamente de murmullos. "El romano no quiere que se sepa que Jesús el Nazareno ha entrado en su casa", "Los gentiles no saben que estas cosas no se hacen de esta manera". Incluso Jesús miró al romano lleno de sorpresa, pero asombro se debía a otras causas.
- ¡Nunca, ni siquiera entre las gentes de Israel, había visto una fe como la que tiene este hombre! ¡Ve a tu casa, romano, pues lo que pides está cumplido!

Una parte de la muchedumbre que rodeaba a Jesús partió junto al romano para comprobar que efectivamente, el criado se había recuperado de su enfermedad. Y fueron ellos los que regresaron al lado de Jesús para decirle que efectivamente, se había cumplido el milagro. Aunque entre los propios discípulos hubo alguno que creyó que el Maestro se había excedido esta vez, Jesús sonrió al saber la noticia. El día había valido la pena. Su confianza en la gente había sido restaurada. Si un romano podía dar esa demostración de fe, ¿Que no podrán hacer los judíos? El mundo puede mirar con esperanza el futuro si hay más gente así.

En estos días me siento un poco como aquel romano que da por hecho que Dios hará según sea su voluntad, y que esta se hará en su mejor beneficio, y un poco como Jesús, que aún cree en la fe de las personas. Solo esperando el momento en que encuentre a Jesús de Nazaret, y dejarlo asombrado como aquel ciudadano romano, haciéndole exclamar "¡Pucha, tu sí que tienes una fe bárbara!"

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