domingo, 29 de noviembre de 2020

Yo, lector


Hubo una vez, en un pueblo pequeño en donde Dios había decidido que la maravillosa vista del mar debería compensar todas las demás carencias, una mujer esperaba un hijo. Los doctores le dijeron que el embarazo estaba comprometido, por lo que le recomendaron guardar reposo. Esto, obviamente, era más fácil decirlo que hacerlo, habida cuenta que habían otros dos pequeños que cuidar y el esposo estaba viajando continuamente a la capital buscando un trabajo que les permitiera mudarse. La mujer continuó haciendo su vida normal hasta que los malestares la pusieron realmente en riesgo. Obligada a guardar cama, sin que la dejen ver a sus otros hijos ni a la pariente que vino a casa a ayudar en las tareas, se vio obligada a coger un libro, uno de esos que por su tamaño y su peso imponen respeto y hasta miedo de emprender la lectura. El libro fue despachado en apenas tres días, y toda la familia se dio a la tarea de buscar otros libros para que leyera. 
Al cabo de pocos días, en su cuarto había dos enormes pilas de libros, una de los que ya había leído y otra de los que aún le faltaba leer. Se dice que por allí pasaron El Quijote, Las Mil y una Noches, El Conde de Montecristo, los nueve libros de Herodoto, Balzac, Julio Verne, tragedias griegas, novelas del Siglo de Oro español y colecciones varias de literatura, además de muchas novelitas románticas de Corin Tellado y cuanto periódico llegara al pueblo. Como si hubiera sido adrede, el parto se adelantó hasta justo el día en que ya no quedaba en el pueblo libro que no haya pasado por su habitación. Después del nacimiento, ya sea por las labores propias de la maternidad o por falta de algo nuevo que leer, la compulsión lectora cesó para siempre. La familia consideró el evento como una versión algo rara de los clásicos antojos de embarazada, opinando que era el bebé quien en realidad leyó todos esos libros, por lo que nadie se extrañó cuando el hijo aprendió a leer antes de lo usual y no podía salir a la calle sin leer en voz alta todos los carteles y anuncios que veía. 

En cuanto al niño, que terminé siendo yo, mantuvo la avidez de la lectura, impulsado por sus padres y la competencia con sus hermanos, que luchaban por terminar el libro antes que los otros para narrar el final a los demás. Con el tiempo, adquirí la habilidad de leer con rapidez comics y revistas en los estantes de las librerías para terminarlos antes de que el dueño se diera cuenta de que estaba leyendo gratis y que no pensaba comprar nada. El bus también se convirtió para mí en una biblioteca ambulante. Me sentaba o incluso me quedaba de pie junto a quien estuviera leyendo una revista o libro para leer durante el viaje. 
Cuando la situación económica, aún muy comprometida, lo permitió, me trasladaron a un colegio que tenía una biblioteca muy surtida. Fue uno de los descubrimientos que cambió mi vida. Allí leí por primera vez a Borges, Vargas Llosa, Vallejo y Goethe. Recuerdo que durante las vacaciones extrañaba la biblioteca y sus libros, y al volver a clases emprendía furiosas sesiones de lectura para saciar el síndrome de abstinencia. 

En la universidad, ya me consideraba un lector muy competente, hasta que conocí gente que me decía que lo había estado mal toda mi vida. Los libros, me decían, estaban hechos para ser subrayados, anotados y comentados. Esto para mí era casi una herejía, acostumbrado como estaba a compartir libros con mis hermanos o tomarlos prestados de las bibliotecas. Mi mérito era más bien conservar los libros limpios y sin señas de que alguien hubiera pasado por allí, para que el siguiente en leerlos tuviera la misma sensación de descubrimiento que yo tuve. Había también gente que se escandalizaba al saber que yo no había leído a Sartre, ni a Marx, profesores que urgían a sus alumnos a leer a Lenin. Una vez alguien me alcanzó una lectura de Stalin y me causó tal desagrado que no pude comprender la adoración que causaba en otras personas. Consideré suficiente las lecturas de Bertolt Brecht en la biblioteca de mi escuela y nunca volví a leer esa literatura panfletaria de izquierda que se empeñaban en pasarme. Afortunadamente, también había algunos aficionados a la ciencia ficción, a cuyo grupo me agregué con entusiasmo. 

La biblioteca de la Facultad de Ingeniería se volvió también el lugar a donde quien me buscaba podía encontrarme. Tomaba entonces los libros de los cursos que llevaba, pero me detenía mucho tiempo también en aquellos que narraban la historia de la ciencia y la técnica. Algunos compañeros encontré que compartían mi gusto por la literatura, y el afán competitivo propio de la Universidad nos hacía vanagloriarnos de los libros que habíamos leído. A quien enseñaba orgulloso "El Lobo Estepario", otro respondía con "Crimen y Castigo", y a quien presumía de haber leído "La Divina Comedia", respondía con "Fausto". No faltó en ese tiempo quien me recomendara un curso de lectura rápida. Aunque yo puedo leer bastante rápido, siempre tuve miedo de esos cursos, temiendo que la rapidez me quite el placer de la lectura. Ignoro aún si los que han seguido tales cursos pueden gobernar su velocidad de lectura, dependiendo de si leen por placer o necesidad. 

De vuelta al mundo real, el trabajo se hizo tan exigente que no dejaba tiempo para nada. El periódico dominical me duraba varios días, de tan cansado que llegaba a dormir. Poco a poco fui mejorando y cuando quise volver a tomar el hábito de la lectura, descubrí que todos parecían estar leyendo libros de autoayuda. Con solo hojear uno de esos libros, sentí lástima por los lectores. Después de haber leído “El Aleph” simplemente no podía descender a esas pobres imitaciones. A todos los que leían a Paulo Coelho les recomendaba “El Nombre de la Rosa”, y a los que leían “Caballo de Troya” les recomendaba “El Evangelio según Jesucristo” de Saramago. Con algunos tuve éxito. 

Ahora ya no leo tan vorazmente como antes, aunque tengo algunos libros a los que regreso. Aunque tengo una tablet en la que descargo algo de vez en cuando, no es lo mismo, porque no me es tan fácil regresar páginas para entender mejor, que es algo que hago mucho con los libros de papel. Todavía soy incapaz de tomar un lápiz para profanar un libro y anotarlo, o peor aún, subrayarlo, perversión de fanáticos religiosos que tienen su biblia llena de líneas con colores fosforescentes. Tampoco he logrado nunca terminar un libro de Cortázar, aunque respete a quienes lo han logrado. No sé todavía si soy un buen o mal lector, creo que simplemente soy un lector.

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