domingo, 15 de noviembre de 2020

Perú: Políticos vs Pueblo (parte 1)


Sobre lo que ocurre en estos momentos en mi país, mucho se habla, pero todo lo que veo hasta ahora son versiones interesadas o opiniones externas que pecan de desconocimiento. Por eso interrumpo mi hilo de tonterías para intentar dar mi lectura de nuestra historia reciente, que trata de ser lo más objetiva posible, con solo la autoridad que me da el haber vivido toda mi vida en el Perú, sintiendo vergüenza ajena por la gente que lo dirige. 

Empecemos diciendo que en el Perú la clase política nunca ha estado a la altura del reto que supone llevar al progreso al país, y que los avances que hemos logrado se han hecho al margen de la política y la ideología, por gente que no ha pedido ni obtenido el reconocimiento popular. Nuestro país ha pasado por gobiernos de derecha y terrorismo de izquierda que nos ha hecho a los peruanos centristas y pragmáticos a ultranza.
 
 La gran verdad es que la gente no confía ya en los políticos de ningún color. Cuando salimos de la última dictadura militar, en 1980, elegimos presidentes con ideologías claras, para obtener resultados nefastos. Obtuvimos saqueos de las arcas estatales y crisis económicas. Desde entonces buscamos elegir al “no político”, al “outsider”, al “no alineado”, y tampoco ha resultado. Cada presidente elegido nos decía que era diferente y al final resultaba ser igual a todos, y terminaba enjuiciado por corruptelas. Se creó una casta política sin más ideología que el provecho personal, que cambiaba de camiseta política hacia donde soplaba el viento, sin vergüenza ni memoria. Pero como de todas maneras hay que poner a alguien en el Congreso y en los Ministerios y organismos estatales, optábamos por “el mal menor”: el que robe menos, el que “roba pero hace obra”. Esta casta política creció así convencida de que el pueblo no tenía más voz que la de ellos, y que el voto que les daba cada cinco años les daba carta blanca para hacer lo que quisieran durante su periodo. Ciegos al pueblo hasta la próxima campaña electoral. 

Así las cosas, llegamos al año 2018. Martin Vizcarra llegó a ser presidente del Perú. Debo confesar que a mí me cayó en simpatía desde el comienzo. Era provinciano como yo, ingeniero de mi misma alma mater. Ninguneado por no ser de la aristocracia política, en un cargo fuera del país para evitar que interviniera en la vida política, fue llamado de regreso cuando Pedro Pablo Kuczinsky (que fue elegido no por sus virtudes políticas, sino para evitar que Keiko Fujimori, hija y heredera de Alberto Fujimori, quien se aferró al poder y se convirtió en dictador en la década del 90), fue obligado a renunciar por cargos de corrupción. Cuando Vizcarra se colocó la banda presidencial, parecía que la suerte favorecía al Perú. Joven y enérgico, parecía la antítesis de Kuczinsky, cuyo gobierno, tan débil y timorato como él mismo, lo había hecho pactar con los fujimoristas, que tenían la mayoría en el Congreso unicameral del Perú, y quienes traicionaron ese pacto a la primera oportunidad. 

Los peruanos recuperaron la fe en la Presidencia, más aún cuando se negó a transar con los fujimoristas y apoyó al Poder Judicial en desentrañar las conexiones políticas del caso de sobornos de Odebrecht. La verdad es que Odebrecht, según las declaraciones de sus directivos encausados, había repartido dinero o políticos de todos los partidos, pero cada partido en el Congreso obstaculizaba las investigaciones a su propio partido mientras pedía investigar a los partidos rivales. 

En el transcurso del gobierno de Kuczinsky, los fujimoristas habían descubierto un arma formidable: la Constitución elaborada por Alberto Fujimori cuando pretendía quedarse 15 años en el poder, establecía como causal de vacancia presidencial la “incapacidad moral permanente”. Nadie supo nunca definir qué era una incapacidad moral permanente (yo decía a mis amigos que también debería haber entonces una incapacidad moral temporal, lo cual sería aún más difícil de definir). En términos prácticos, significaba que el Congreso de mayoría opositora declaraba que el Presidente era incapaz moralmente y lo destituía. Se interpretó “incapacidad moral permanente” con declarar la “inmoralidad” (término por demás subjetivo y sin definición legal), y se consideró inmoralidad a cualquier acusación de corrupción. La ventaja era que este proceso podría completarse en apenas una semana, en lo que se llamó “vacancia express”. Ya se había intentado con Kuczinsky una vez sin éxito, y se intentaba una segunda vez cuando éste renunció. 

En las calles, a la mayoría de la gente, y a mí también, escuchar a los congresistas hablar de lucha contra la corrupción le parecía la sartén criticando a la olla. Muchos de los congresistas tenían sus propias acusaciones de corrupción, y eran defendidos fieramente por el Congreso, que se negaba a permitir que sean enjuiciados y en varios casos, cumplir sentencias ya dictadas. Vizcarra, en cambio, tenía una reputación de haber sido uno de los mejores presidentes regionales, y un apoyo popular largamente superior al del Congreso. La guerra entre el Presidente Vizcarra y el Congreso se declaró muy pronto. Se negó a pactar con los fujimoristas como lo hiciera su predecesor, y negó también cuotas de poder a los partidarios del partido de Kuczinsky, con lo que se dió el caso único en el mundo de un presidente sin ningún partidario suyo en el Parlamento. El Congreso se dedicó a sabotear los actos presidenciales y a censurar a todos los ministros que podía, con cualquier excusa. 

 Ante este estado de crisis política permanente que hemos tenido desde los años 90, los peruanos hemos aprendido a trabajar sin importarnos demasiado la política partidaria, mientras la economía se mantenga bajo control. Que los políticos se peleen todo lo que quieran mientras dejen trabajar a los economistas y mantengan el precio del dólar estable. Esta ha sido la base del “milagro peruano”, que ha permitido al país un alto nivel de crecimiento a pesar de las crisis mundiales, y hasta darnos el lujo de organizar los Juegos Panamericanos de Lima 2019. El secreto siempre fue mantener la economía totalmente divorciada de la política, y mantener a la política ni muy a la derecha, ni muy a la izquierda, sino un centrismo a ultranza. Este beneficioso divorcio empezó a romperse en el gobierno de Kuczinsky cuando, obligado por los fujimoristas, se nombró a un político, Rafael Rey Rey, en el Banco de Reserva. Afortunadamente, este político también era un economista incapaz que convirtió el cargo en uno decorativo y dejó trabajar a los verdaderos economistas. Pero el paso ya estaba dado. La política podía invadir de nuevo al manejo económico. 

Mientras tanto, a Martin Vizcarra la situación empezaba a escapársele de las manos en su pugna con el Congreso. El Congreso empezó a pedirle que se vaya, y el respondió: “Nos vamos todos”. Anunció que recortaba su mandato un año (hasta el 2020), y el del Congreso también. Los congresistas le dijeron “vete tú solo, nosotros nos quedamos”. Se preparaba un nuevo proceso de vacancia presidencial. Vizcarra forzó un voto de confianza a un segundo gabinete de ministros y con ello halló la justificación para cerrar el Congreso y convocar a uno nuevo que funcione solo hasta el 2021, en que él mismo entregaría a el poder, elecciones mediante. 

Nadie salió a defender al Congreso, al contrario, la gente salió a las calles a celebrar. Los congresistas, huérfanos de todo apoyo, aun intentaron rebelarse, llamando a la segunda vicepresidenta, que había sido apartada de la acción tal como Vizcarra lo había sido antes, y la nombraron presidenta en un acto que no se creyó ni ella misma, y que fue el hazmerreir del pais y de los periodistas extranjeros que cubrieron la noticia. 

El Perú se quedó sin poder legislativo por tres meses, mientras se organizaba una nueva elección congresal, y la verdad es que nadie lo extrañó. Vizcarra tuvo libertad para gobernar por primera vez, y hay que reconocerlo, no hizo abuso de este poder casi dictatorial. Más bien hizo muy poco. Desperdició la oportunidad de establecer un sistema que impidiera llegar al poder a los políticos analfabetos funcionales, y a procesados que postulaban para escapar de la justicia, que de ellos estaba lleno el Congreso. El remedio fue peor que la enfermedad. La gente que, como hemos dicho antes, no tiene ninguna fe en la clase política, eligió una mayoría congresal del FREPAP, un partido fundamentalista religioso por la única razón de que sus miembros no tenían absolutamente ninguna experiencia política, en la creencia de que cualquiera haría un mejor trabajo que el Congreso anterior. Las minorías, más experimentadas aunque igual de cuestionables que los congresistas anteriores, tomaron rápidamente el control del Congreso. 

Y empezó el despelote. Los congresistas empezaron a dictar leyes a su antojo, sin considerar el gasto que significarían, sin considerar el daño económico, buscando destrozar el sistema de pensiones y la reforma universitaria en marcha. El Presidente se veía devolviendo leyes sin promulgarlas y enviándolas al Tribunal Constitucional, para que les explique que estas iban en contra de la Constitución, para que el Congreso las vuelva a aprobar. Estalló una nueva guerra entre el Presidente y el Congreso, en que nadie daba su brazo a torcer en plena pandemia. Dos veces se intentó aprobar la vacancia presidencial, la primera despertó el temor de la gente, pero fracasó, porque la excusa era totalmente risible, la contratación de un artista en un ministerio para dar conferencias. 

El segundo intento de vacancia no despertó tanto interés. Ya se habían convocado nuevas elecciones en poco más de cinco meses, nadie veía necesidad de destituir a Vizcarra, quien mantenía todavía una gran popularidad, y además ya estaba de salida, la campaña electoral ya iniciada. Solo los congresistas se afanaron buscando la mínima acusación de corrupción para iniciar el proceso de vacancia, hasta que encontraron una excusa. Poco interesaron las razones de inestabilidad, de pandemia, y de posible rechazo popular. Para sorpresa de todos, la moción de vacancia fue aprobada. Congresistas que solo un día antes declaraban su oposición a la vacancia, votaron finalmente a favor. Vizcarra tampoco adoptó la mejor estrategia en su defensa ante el Congreso. Buscó la confrontación, y reveló de paso que 69 de los 130 congresistas tenían acusaciones en firme, sin que el Congreso pensara siquiera en suspenderlos, mientras que lo suyo no eran sino investigaciones sin acusación.
 
De todas formas, la defensa de Martin Vizcarra era inútil, los congresistas ya habían decidido su voto y nada iba a hacerlos cambiar, ellos solo querían su presencia para abuchearlo e insultarlo desde la seguridad de sus curules parlamentarios. La vacancia se aprobó por 105 votos de 130. Esa misma noche Martín Vizcarra abandonó el Palacio de Gobierno. 

Aquí detendré estas líneas escritas con mucho apuro, porque este post ya está muy largo, y porque la segunda parte al día de hoy todavía no llega a su conclusión. Lo que sigue, y que ocurrió en los días posteriores da para una antología del absurdo, o para una novela de García Marquez, si no fuera porque se estaba jugando el destino de todo un país. Mañana, o pasado mañana, terminaré esta historia que no verán así de clara en otros sitios.

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