miércoles, 13 de marzo de 2019

Una historia culinaria


El Perú tiene hoy un ganado prestigio culinario. La gente que viene de visita a nuestro país es advertida (y empieza a aparecer dentro de los folletos de precauciones que se entregan a los viajeros) que regresará a su hogar usando el cinturón un agujero más suelto. Lo que es historia no tan conocida es cómo la cocina peruana fue ganando poco a poco un lugar dentro de nosotros mismos, una historia que tiene que ver con cómo los peruanos empezaron a recuperar la autoestima, de dejar de sentir vergüenza de nosotros mismos. Y no es una sola historia. Hay muchas historias que aguardan al comensal que sepa preguntar en los muchos restaurantes de éxito. Quiero narrar esta hoy, porque es representativa de las muchas historias de éxito, porque conocí la historia cuando aún no estaba completa, y porque me da la oportunidad de añadir algunas cosas para hacerla más surrealista, como a mí me gusta.

A fines de los años setenta, las cosas en el Perú no iban bien. Gobernaba el país un dictadura militar que ya se había ganado una alta cuota de impopularidad, como suele pasar a los gobiernos revolucionarios que empiezan a distribuir la riqueza hasta que ya no queda riqueza por distribuir. Eran los tiempos de la escasez y de la agitación política y sindical. Se sabe que el estómago vacío fomenta el izquierdismo, las marchas y las huelgas. Muchos descubrieron entonces que el sindicalismo era una manera fácil de vivir, sin tanto trabajo físico y con el prestigio que entonces traía entre la comunidad obrera. Muchas huelgas se hicieron entonces no por búsqueda del bienestar del trabajador, ni siquiera como parte de un plan para que las masas tomen el poder, sino para lograr algún puesto en la estructura sindical nacional. En este ambiente un dirigente sindical de mi pueblo obtuvo grandes dividendos políticos organizando marchas y huelgas, aprovechando las últimas innovaciones en la lucha popular: las marchas de sacrificio, el encadenar gente a la reja de la iglesia, y sobre todo, la olla común. Era esta una actividad que consistía en que todos los huelguistas se reunían y cocinaban en enormes ollas para todo el personal. Este dirigente obtuvo el incondicional apoyo de su esposa en estas actividades. La señora, que poseía ese talento transmitido de generación en generación y lo supo aplicar para la cocina en grandes cantidades, se convirtió en parte infaltable del quehacer sindical, al extremo que los obreros le preguntaban cuándo sería la próxima huelga para apuntarse en la olla común. Carapulcras, ají de gallina, causa limeña y anticuchos eran repartidos junto a arengas socialistas y promesas de poder para el pueblo. Se sabe que un estómago lleno es más permeable a recibir ideas políticas, sobre todo si en el evento se comparten las recetas y secretos culinarios y se planifica ya el menú de la siguiente huelga. Mi familia en ese entonces también estaba con la moda del sindicato y nos avisaban de la próxima olla común para inscribirnos sin más cuota que parte de los ingredientes.

El dirigente llegó a la dirigencia nacional del sindicato, con lo que fue requerido cada vez con mayor frecuencia a la capital. La señora fue invitada a participar de un par de ollas comunes a nivel nacional con gran éxito, pero no podía mantener el frente que ya había formado en nuestra provincia, el cual había crecido de ser un grupito de apoyo a todo un club de lucha de madres trabajadoras. El asunto se agravó cuando el esposo, seducido por el brillo de la capital, fue descubierto con las manos en la caja del sindicato, metafóricamente, y con las manos en la secretaria de la tesorería, literalmente. La señora quedó sola en el pueblo, el esposo desapareció y no se le volvió a ver hasta varios años después. El movimiento sindical de la provincia languideció al desaparecer la dictadura y sólo quedó el recuerdo de la gente de lo bien que se comía en la olla común.

Fue entonces que la señora decidió abrir su propio restaurante, con la ayuda de sus dos hijas. Una de ellas trajo a su enamorado, miembro del sindicato pesquero, y con ello llegaron los ceviches fresquitos que ganaron tanta fama como las ollas comunes de la madre. En la enramada con piso de tierra que era el restaurante, se comía bueno, bonito y barato, convirtiéndose en uno de esos lugares turísticos secretos a donde te lleva un conocido de la dueña y de pronto uno mismo lo recomienda. Mi mejor recuerdo es cuando un amigo que estaba trabajando en una de las fábricas pesqueras de la zona me invitó a desayunar allí, creyendo que me iba a sorprender. Yo pedí el desayuno de leche fresca de vaca verdadera con su nata y su capa de grasa flotando (placer que ya no se encuentra en la ciudad) y un café pasado en cafetera antigua hecha de café molido allí mismo. Le conté a mi amigo el embrión de la historia que aquí presento y fue él quien quedó sorprendido.

Hoy la madre está retirada del negocio, aunque no es raro verla todavía en la cocina de donde se ven salir enormes llamaradas, señal de que algo bueno se está cocinando. Las nietas de la señora han estudiado administración de empresas y repostería en institutos reconocidos y son parte del boom de la cocina peruana. Nada mal para una historia que nació en una huelga y que se convirtió en una historia culinaria.

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