miércoles, 1 de mayo de 2013

La carta




Hoy he decidido escribir una carta. No un correo electrónico, que eso sería muy fácil, sino una carta. Y he decidido hacerlo por un simple afán de ir a contracorriente, por un deseo expreso de sentirme como se sentían aquellos que escribían cartas en los años en que no existían estas facilidades tecnológicas que han hecho las cosas más fáciles, y que por lo mismo han hecho que este tipo de cosas carezcan hoy de significado.

Es hoy muy fácil sentarse al teclado y escribir, en caso necesario cortar y pegar un formato hecho por algún desconocido al que le fue encargada la labor cuando se creó este procesador de texto, o que tuvo la idea de insertar las frases más comunes de las cartas y la publicó en una página web. Escribir una carta, en cambio, exige un esfuerzo físico y mental. El solo hecho de tomar una hoja de papel en blanco debe implicar una intención especial, lejos de la distracción que suponen las múltiples ventanas de un monitor. Sin embargo, las recompensas no tardan en hacerse notar. El simple sonido del lápiz sobre el papel ya es maravilloso para alguien que no los escucha hace ya tiempo. Los dedos tienen que acostumbrarse nuevamente a formar las palabras sobre la hoja. Tal vez al principio se echará de menos la perfección automatizada de la computadora y aparecerán detalles olvidados y que ahora hay que cuidar. Los reglones deben quedan rectos, sin desviarse hacia arriba o hacia abajo; la caligrafía es esencial, ya que debe ser legible y a la vez agradable a la vista. No debe olvidarse que esta debe incitar a continuar con la lectura a la vez que servir para la transmisión del mensaje. Los tipos de letra Calibrí, Arial o Times New Roman pierden aquí su sentido de igualdad e uniformidad por el simple trazo humano. He aquí cuando la carta deja de ser igual a tantas otras y adquiere el sentido personal que me ha hecho emprender esta tarea.
En cuanto a la redacción, no valen ya aquí las trampas a las que estamos acostumbrados. No hay con qué cortar y pegar de otras fuentes. Las metáforas, frases y fórmulas se vuelven borrosas y difíciles de duplicar. Hay que usar la imaginación, lo que me da la ventaja y la dificultad a la vez de parafrasear, de expresar con mis propias palabras lo que he escuchado antes.

Escribir una carta exige también pensar lo que se va a escribir antes de hacerlo. No se debe empezar una frase antes de saber cómo terminarla ya que lo que se escribe no se puede borrar una vez hecho. Unos cuantos borrones y habrá que empezar todo de nuevo. Yo lo he hecho y he tenido que rehacer todos mis pensamientos. Y aquí ocurre otro hecho maravilloso. Aunque intento rehacer lo escrito la primera vez tal como estaba antes, soy incapaz de hacerlo. Nuevas ideas, otras formas de expresar mis ideas parecen mientras escribo, haciendo que la carta cambie su sentido. Me doy cuenta también del efecto estético de un pequeño borrón, de una mancha de tinta, de la forma de una palabra, placer desconocido para aquellos acostumbrados a la frialdad de la máquina, que es como la imagen de un fuego que alumbra pero no calienta.

Al escribir, siento que por fin estoy escribiendo algo en lo que dejo mi verdadero ser, sin el filtro de la tecnología que nos quiere igualar. Recuerdo la emoción cuando una vez hace tiempo, rebuscando libros viejos en una biblioteca encontré una carta entre las páginas de un libro vetusto. Recuerdo de ese entonces la caligrafía decimonónica escrita con una pluma de tinta marrón, el tacto de ese delgado papel antiguo y las frases escritas en él, imaginando que tal vez cuando estaba nueva tenía aún el olor de un perfume o la huella de una lágrima caída sobre el papel al escribir. Quisiera que esta carta despertara ese tipo de emociones. Es por eso que me decidí a escribir en vez de tipear, palabra que suena a automatismo despersonalizante.

 Por último, la firma. Esto es algo que estamos más acostumbrados a hacer, pero que aquí pierde todas sus connotaciones comerciales (que es para lo único que actualmente parecemos usarla) y se vuelve nuevamente algo personal, como si al dejar nuestro nombre dejáramos también algo de nosotros. Esta carta se convierte entonces en algo que ha sido parte de nosotros y que ahora damos a alguien más.

La última oportunidad de pensar en lo que estoy haciendo se presenta al cerrar el sobre. Es entonces cuando debo detenerme a pensar en si realmente quiero que algo como esto te sea confiado, en si lo vas a leer con curiosidad, con extrañeza al saber que empleo este método ya en desuso para hacerte saber mis pensamientos, en si considerarás el detalle de lo que significa, de que con seguridad esta carta no llegará ahogada entre correos de cadenas, emails sobre el trabajo o spam, que será algo personal, solamente para ti, sin copias públicas u ocultas.

Sabiendo todo esto ¿Leerás al fin mi carta?

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