lunes, 19 de noviembre de 2012

El ave Fénix


Llegamos al valle de Ebris en busca del Ave Fénix, el máximo trofeo de los cetreros. Hemos venido con la intención de capturar uno de ellos para venderlo al poderoso Faraón o al Gran Hitita, tal vez a alguno de los reyes de los reinos pelágicos. Si no podemos capturarlo vivo, lo disecaremos y obtendremos igualmente una gran fortuna que nos permita vivir holgadamente. El valle de Ebris fue famoso en tiempos remotos por sus cetreros que entrenaban Fénix, con los que cazaban conejos e incluso pequeños jabalíes. Se dice que aún hoy en sus altas montañas los Fénix hacen sus nidos, en lugares que saben inaccesibles para los hombres. Yo mismo vi un Fénix una vez en el Monte Vancio hace muchos años, y nunca olvidaré lo majestuoso de su vuelo, con sus rojas plumas refulgiendo a la luz del sol, ni la soberbia de su expresión, la de alguien que se sabe rey de los cielos. A pesar de mi juventud, comprendí entonces la historia de Urdax, el famoso cetrero, quien después de ver a uno de ellos volando en libertad, abandonó a sus halcones y dedicó el resto de su vida a capturar y domar un ave Fénix.

Llegamos al pueblo de Numia, al pie de las montañas, y llegamos a Hari, viejo cetrero que nos cuenta antiguas historias sobre los Fénix, y nos enseña su máximo tesoro: Varias plumas del Ave. Las reconozco inmediatamente. Son de un rojo intenso, y por su tamaño solo puede pertenecer a un ave de gran envergadura. Hari nos advierte también sobre nuestra empresa: Los Fénix son aves irascibles, que han atacado y muerto a cazadores que han intentado atraparlos o cazarlos. Nos dice también que es muy difícil disecarlos una vez muertos, porque su calor interno consume el cuerpo en pocas semanas y lo desintegrará antes de llegar a nuestro destino. A pesar de ello, nos da útiles consejos para nuestra búsqueda. Debemos procurarnos ropa gruesa y resistente al frío y a un posible ataque del Fénix. Además, debemos buscar las madrigueras de conejo que hay en las alturas, pues los Fénix suelen cazarlos para alimentarse.

Empezamos a subir por el sendero hacia lo alto de la montaña, imaginando los tiempos en que se podía al principio del invierno, ver a lo lejos las llamaradas de las aves Fénix que se consumían en su propio fuego hasta morir en sus nidos, y usando ese calor para calentar el huevo que quedaba en el nido, de donde al inicio de la primavera emergía un nuevo Fénix. El viejo Hari tenía razón. El camino es muy difícil, y varias veces estamos a punto de caer al abismo. Aunque el camino terminó hace tiempo, seguimos subiendo con dificultad hacia el lado opuesto de la montaña. De pronto, a lo lejos, divisamos algo en una saliente de una roca. Con gran dificultad, y utilizando cuerdas llegamos a la saliente para descubrir que era un nido de Fénix. Es un nido bastante grande, con muchos restos de vegetación quemada. Parece estar abandonado desde hace mucho tiempo, años quizás, pero nos emociona encontrar restos del cascarón del huevo del Fénix. Es increíble la diferencia entre el exterior chamuscado y la blancura del interior. Lo que nos hizo saltar de alegría en el pequeño espacio de la saliente es encontrar dos plumas de Fénix en el nido. Estas no están en tan buena condición como las de Hari, y son de color amarillo. Pertenecen a un Fénix dorado, que es una especie algo menor. Aun así, estoy seguro que recibiremos unas buenas monedas de oro por ellas. Acampamos en una pequeña cueva para pasar la noche. Mañana intentaremos otro camino y buscaremos algunas madrigueras de conejos de montaña.

Llevamos dos días sufriendo del frío de la montaña. Aunque hemos cazado algunos conejos para usarlos de carnada, no hemos podido ver otro rastro de las aves Fénix. Al tercer día uno de nosotros avista algo a lo lejos. No podemos determinar si se trata en realidad de un ave Fénix, ya que es poco más que un punto sobre la blancura de la cumbre. Decidimos encaminarnos hacia allá.
El viaje hacia la cumbre en donde hemos visto al Fénix hace parecer a la jornada anterior como un paseo por el campo, pero ya hemos llegado. Los conejos que vamos cazando nos sirven a la vez como alimento y como reserva para usarlos de carnada cuando llegue el momento. Aún estamos a una o dos jornadas de la cumbre cuando de pronto, sin previo aviso, lo podemos ver sobre una roca. Es el Fénix. Era un ejemplar no tan grande como esperábamos, con plumas rojas y algunas amarillas en los extremos de las alas. No parecía un animal muy joven, quizás no pueda ser domado y tenga que sacrificarlo. Ya tenía el arco listo y tensado, a punto de disparar, cuando vi sus ojos. Había escuchado sobre las cualidades mágicas de las aves Fénix, pero las consideraba solo como viejas leyendas. Pero era cierto. El ave se comunicó conmigo a través de sus ojos, con una expresión de infinita tristeza. Sus palabras resonaron claramente en mi cerebro. No pidió por su vida, no mostró la soberbia del rey de los cielos. Dijo, casi con resignación: “Soy el último”. Bajé el arco, dejé los últimos conejos que quedaban y emprendí el camino de regreso.

Cuando estábamos ya casi en las faldas de la montaña vimos cerca a la cumbre un punto luminoso. Sabía que era la última llamarada al recordar que estábamos a principios de invierno.

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