Alguna vez, en un reino muy antiguo y lejano, durante una gran celebración, el rey invitó a todos los artistas de su reino a hacer una obra que represente a la felicidad, ofreciendo como premio una gran bolsa de monedas de oro. Se presentó un famoso escultor, que mostró un mármol con la alegoría de una hermosa mujer con una gran sonrisa. Demasiado académico, dijo el rey. Pasó a la siguiente obra. Era un lienzo con la imagen de una fiesta en donde jóvenes cantaban y bailaban. Demasiado predecible, opinó el rey. Así fue pasando ante todas las obras, encontrando defectos en todas y diciendo que ninguna de las obras representaba fielmente la felicidad. Hasta que encontró un papel que alguien había colocado sobre la mesa, en donde se veía el garabato de un niño de la mano de su madre. El rey al fin sonrió complacido. Esta es la verdadera imagen de la felicidad, dijo, no es la complejidad de un arte, ni una alegoría, es el simple sentimiento. Toda la corte asintió en reconocimiento a la sabiduría del rey. Solamente la gente del pueblo, que desde el principio dudó de que el rey hubiera abandonado la costumbre de la tacañería, empezó a decir en voz baja que no era de extrañar que diera el premio a su propio hijo por dibujar tan solo un garabato.
Estoy con la gente del pueblo. Un beso
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