El candidato más humilde que haya ganado una elección en ese país (que no es mi país, no insistan), llegó con un afán de revancha heredado por generaciones de pobreza y al que su pasado sindicalista había hecho crecer hasta límites desconocidos en ese entonces. Se declaró entonces socialista-autóctono-reivindicativo-ancestral, aunque nunca pudo explicar qué significaba cada uno de esos títulos.
Lo que hizo, basado en su experiencia de profesor que no pudo pasar un examen para subir de categoría, fue declarar que hasta ese momento el país había vivido una dictadura a cargo de una minoría que había tenido acceso a la educación, que los puestos de responsabilidad estaban copados por gente capaz y con estudios. Esto era una clara forma de discriminación, una dictadura de los inteligentes, por lo tanto, era urgente permitir que los incapaces, que son la mayoría, estén bien representados en el sector público.
Nadie se dio cuenta entonces, pero esos incapaces llegaban a esos altos puestos porque habían tenido la suficiente visión unos meses antes para aportar dinero en la campaña del nuevo presidente. Cuando estalló el escándalo, los congresistas del oficialismo justificaron los nombramientos diciendo que estaban reemplazando a la casta política que había gobernado el país los cinco siglos anteriores y que ahora les correspondía aprovechar de las riquezas del país.
El problema empezó cuando empezó a hacer promesas que iban en contra de las leyes del país. Nadie está por encima de la ley, fue la decisión de los tribunales. Entonces, para poder cumplir con su palabra, promulgaba leyes que solo lo favorecían a él y a sus allegados. Por ejemplo, declaró el terreno de casa de sus padres como de “valor estratégico” con el fin de poder hacer un helipuerto estatal y poder visitar a sus padres sin preocuparse del tráfico ni del estado de la carretera.
Como se dijo antes, nunca tuvo el país a un presidente tan inexperto en todos los quehaceres de la política. Sus discursos pronto se hicieron famosos por las tonterías que soltaba cuando no se enredaba en sus propias palabras y perdía el hilo de sus propios pensamientos. Por eso hacía casos a los peores consejeros que sus mentores políticos le facilitaron. Así llegó a pensar que robar al erario público y cobrar comisiones de contratos estatales era una prerrogativa presidencial y una tradición nacional que todos aceptaban. Sus intentos de apropiarse de dinero público fueron tan torpes que causaban pena, indignación y risa al mismo tiempo. Se llegó a extrañar públicamente a aquel otro expresidente, ladrón de talla mundial que robaba con tal arte, inteligencia y carisma que nadie pudo encontrarle nada incluso después de muchos años.
Nunca tuvo una idea clara de lo que quería hacer en el gobierno, sólo la convicción de que el tiempo no le iba a alcanzar. Por eso dedicó mucho tiempo y esfuerzo a intentar quedarse en el poder, o al menos asegurar su futuro y el de su familia. Demasiado pronto el gobierno empezó a hacer agua, y lo obligó a seguir el manual del populista de izquierda: Prometió una nueva constitución, una que reemplazaría a esa que solo había hecho ricos a los ricos y pobres a los pobres. Nunca pudo explicar qué es lo que tenía exactamente de malo la constitución vigente, ni tampoco pudo dar un ejemplo de cómo podría cambiarse algún artículo para hacerlo menos derechista. La discusión duró meses, mientras el presidente trataba de ocultar sus errores y trataba de llevar adelante un cambio de constitución que no implicara participación alguna del pueblo que decía defender.
Se dio entonces la rara circunstancia de un gobernante que no sabía gobernar, mientras echaba la culpa de su incapacidad a la derecha, a los ricos, y a la constitución, mientras no hacía nada. Hasta hoy, ni siquiera los pocos partidarios que hoy le quedan pueden mencionar una sola obra que haya realizado, una ley que haya impulsado o una decisión que haya tomada para mejorar en algo lo que encontró al llegar.
El Congreso de la república, aunque también era una cueva de pícaros, no podía ver cómo se desbarrancaba el país, bajo el razonamiento práctico de que era mejor obtener beneficios en un país rico que en un país en quiebra. Se presentó una moción de remoción al presidente, por razón de incapacidad moral, aun a sabiendas que a dicha moción le sobraba la palabra “moral”.
El presidente para entonces estaba tan aterrado por la posibilidad, que, aunque las encuestas decían que la moción no iba a prosperar, realizó el acto más penoso de su gobierno: Difundió un mensaje a la nación en donde declaraba la disolución del congreso que lo quería sacar y del sistema judicial que lo quería investigar, reemplazando a ambos por la Asamblea Constituyente que solucionaría todos los problemas del país. Mientras tanto, ordenó al ejército salir a la calle a defenderlo, con toque de queda incluido. Cuando me vinieron con la noticia, la descarté inmediatamente por falsa. Ni siquiera él puede ser tan bruto, dije. Solo cuando vi la confirmación por canales oficiales pude creerlo, pero volví a exclamar ¡Qué bruto! (¡Ah! me olvidé que esto ocurrió en un país muy lejano, así olviden que escribí la línea anterior). La realidad del país le dio en la cara. Nadie le hizo caso, ni el ejército ni el pueblo, porque el país ya estaba curado de dictadores y prefiere que lo roben en democracia.
Cuando el Congreso, en solo dos horas declaró fundada la incapacidad presidencial, le dejó solo la opción de mostrarse valiente y enfrentarse a sus enemigos. Nuevamente falló. Ordenó a su escolta llevarlo a la embajada de otro país izquierdista para pedir asilo político, con tanta torpeza que todo el mundo sabía hacia donde se dirigía y se formó un bloqueo de autos de gente harta en la embajada para
impedirle la llegada. No fue necesario, la escolta presidencial recibió órdenes del Congreso para arrestar al presidente. Nadie levantó la voz ese día para defenderlo, y las multitudes que salieron a la calle ese día lo hicieron para celebrar. Solo en los sitios alejados de la capital hubo protestas de gente que no había tenido que soportarlo día a día, y que hasta hoy cree que era solo un pobre maestro rural aplastado por una élite blanca.
Aún hay quienes fuera de ese país creen que su destitución se debe al racismo, olvidando que los dos presidentes anteriores y la sucesora de este presidente son tan indígenas como él, y solo de diferencian por el hecho de no declararse izquierdistas. No saben que en el país hace ya mucho que la izquierda y la derecha han perdido su significado, y que ahora solo existen en el país los fines personales. Que se los diga la vicepresidenta del este malhadado presidente, que pasó de ser una comunista recalcitrante a ser hoy como presidenta, la representante de la derecha más retrógrada, según sus detractores.
¿La moraleja de la historia? La incapacidad no tiene raza, color político ni clase social, y a ese presidente no lo sacaron por izquierdista ni por ser del pueblo, sino por bruto.
Por bruto y por comunista, que viene a ser lo mismo. El pueblo demostró ser inteligente. Un beso
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