miércoles, 24 de abril de 2019

Una pluma y un grano de arena


Anubis, el primer juez de las almas que llegan al inframundo, recibió a Tay, el constructor de templos. Debes saber – dijo Anubis al alma recién llegada – que aquí tu alma será pesada en la balanza del bien. Tay fue llevado a una habitación donde por todo mobiliario había un pequeño pedestal con una balanza dorada. En uno de los platos colocó una pluma. – Este es el peso del bien – Luego tomó una pequeña figura de arcilla en forma de corazón que su familia había colocado en su tumba y la puso en el plato. – Este es el peso de tu alma – dijo Anubis mientras ambos observaban cómo el platillo se inclinaba levemente hacia la izquierda, en donde se encontraba el alma de Tay. - Esto significa que no tienes derecho a llegar al País de los Cielos.

Tay intervino tímidamente. – El platillo está casi equilibrado, puede ser que puedas hacer algo. - Es cierto – respondió Anubis, - Pero aún no hemos terminado, hay algunas cosas que han dejado quienes te precedieron en el camino al inframundo – tomó un ladrillo y lo colocó en el platillo izquierdo junto a su alma. – Este ladrillo representa las veces que engañaste a tu señor para hacerle creer que el avance de las obras era mayor – El fiel de la balanza se inclinó definitivamente hacia la izquierda. – Para ahorrar material y tiempo, tus paredes eran más delgadas y los andamios más débiles. Eso ocasionó que se derrumbaran, matando y mutilando a varios de tus obreros, aquí está uno de los brazos de tus obreros como símbolo de las vidas que arruinaste, y esta barra de oro como testigo del dinero que cobraste a tu señor haciendo trampas. ¿Tienes algo que decir?

Tay sintió el miedo apoderarse de él. No ingresaría al País de los Cielos y en cambio su alma sería entregada a Ammyt, el monstruo que devora las almas de los impíos. Paralizado por la posibilidad, recordó de pronto lo que durante sus últimos días de agonía, le dijo el sacerdote que lo asistió. Debía recordar todas sus buenas obras para el momento del juicio, pero no podía recordar nada realmente importante, nada que pudiera equilibrar su corazón contra un ladrillo, un lingote de oro y un miembro humano. De pronto, se escuchó a sí mismo hablar atropelladamente, de modo que su voz parecía casi un chillido. – Todo lo hice para complacer a mi Señor, él siempre me apuraba, nunca se quejó de lo que hacía, siempre tuve su confianza, traed sus palabras y colocadlas en la balanza junto a la pluma, por favor…

Anubis colocó un papiro, símbolo de las palabras, en el platillo derecho de la balanza, pero el fiel apenas se movió.
- Además todo lo que hice fue para dar a mis hijos una vida mejor, soy todo lo que ellos tienen ¿Acaso el amor no tiene valor cuando se juzga un alma? –
Al decir esto Tay sintió su corazón encogerse, al igual que el corazón de arcilla en el plato de la balanza.
- Ya ves que sí, el amor puede mover la balanza, pero no es suficiente ese amor por tus hijos, como puedes ver, el fiel aún está inclinado hacia la izquierda – dijo Anubis.

En ese momento se escuchó otra voz en la habitación.
– Tienes razón, gran Dios. El amor por sus hijos, aunque grande, es muy pequeño en comparación al que sintió por su esposa, a quien acompañó fielmente hasta el día en que ella murió al dar a luz al último de sus hijos. Yo soy el alma de aquella por quien este hombre hizo todo lo que hizo, y como prueba presento este grano de arena de la playa del río en que nos conocimos, y en el que me juró amor eterno. Si el inframundo es todavía parte de la eternidad, ese juramento es válido aún.
Colocó el grano de arena en el platillo derecho, y la balanza se equilibró perfectamente. Anubis asintió e inclinó la cabeza.
– Es grande el peso del amor, sin duda, capaz de equilibrar el alma de este hombre. Puedes pasar, te guiaré al País de los Cielos, tu alma ha sido salvada.

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