El profeta levantó su pesado culo de la piedra
y poniendo grave su voz, dijo:
- Todo aquel que crea en lo que he narrado, que
se arroje por el acantilado. Pues de esa forma evitará perecer en el infierno,
donde el propio Satanás los torturará día y noche hasta el fin de los tiempos.
Se hizo silencio. Ninguno de los que habían
escuchado atentamente las palabras del profeta movió músculo alguno. Al cabo de
unos minutos se sintieron tan solo unos pocos carraspeos. Alguien estornudó
pero pasó desapercibido. El hombre gordo y de papada grande los seguía mirando
desafiante. Finalmente fue él quien quebró el sibilante sonido del viento.
- Es lo que siempre sucede. El miedo, la cobardía.
Prefieren el sufrimiento futuro a la salvación inmediata.
Una nube envolvió al profeta y de la misma
escapó luego un ave blanca, que lo pueblerinos no pudieron describir. Atónitos,
varios optaron por correr al acantilado. Pero tan solo murieron al estamparse
contra las rocas. La oferta ya había caducado.
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