lunes, 14 de abril de 2014

En lo alto de una columna


Hay momentos en que uno, cansado del mundo, decide alejarse, aunque no lo logra. Siempre queda alguito que te amarra y te deja conectado a la gente, pues nadie está solo, aunque lo intente. Esta vez, y como historia para esta semana santa, voy a contar la historia de uno de los tontos famosos que hace mucho que no cuento. Es la historia de Simeón.

Hace muchos años, cuando la Edad Media era todavía muy joven, Simeón era un niñito que pastoreaba ovejas en los campos cerca de Tarso, en lo que antes era Europa, pero que hoy es Siria. Un día escuchó un sermón en el pueblo cercano que hablaba de Dios, para enterarse que Jesús de Nazaret se consideraba también a sí mismo pastor de ovejas y consideraba a la pobreza como una virtud. Esto fue una revelación para Simeoncito y decidió dedicar su vida a la oración. Pronto daría abundantes muestras de que en cuanto tomaba una decisión la llevaba hasta las últimas consecuencias.
Conocedor de que había un monasterio de anacoretas enclavado en una montaña cercana, fue a pedir su admisión, deseoso de iniciar una nueva vida. Los monjes no le aceptaron en ese momento, considerándolo apenas un mocoso malcriado. No sabían que tenían que vérselas con un mocoso verdaderamente testarudo. Simeón insistió e insistió hasta que lo aceptaron, llegada la edad en que uno pasa de ser un mocoso y se convierte en un mozalbete.
En el monasterio pronto se hizo conocido por su afición de llevar las cosas al extremo. Era el primero en levantarse, hacer sus deberes, hacer las oraciones y sobre todo las penitencias. Aprendió a leer y se aprendió de memoria los 150 salmos, que repetía todos los días en voz alta.
Durante la cuaresma, que era su época favorita del año, se negaba a probar alimento y se dedicaba solamente a la oración, a tal punto que hasta el abad del monasterio le reprochó la exageración y le sugirió salir al mundo para servir mejor al Señor, y también para que su ejemplo no contagie a los demás monjes, ya que Simeón se había hecho popular debido a su piedad.

Por un tiempo Simeón se instaló en una cueva, imitando a los monjes ermitaños. De allí salía de vez en cuando a predicar, cosa que hacía tan bien que pronto no necesitó ya salir, pues venían a buscarlo multitud de personas ansiosas de consejo y de bendición. Simeón gracias a su vida piadosa y su prédica luminosa se convirtió en algo así como el rockstar de la cristiandad. Los peregrinos y la gente de los pueblos le iban a buscar a todas horas, a pesar del difícil acceso de su cuevita, sin dejarle tiempo para la oración y la reflexión.
Buscando una manera de orar en paz pensaba en qué era más inaccesible que una cueva en el desierto, hasta que se le ocurrió una brillante idea. Mandó a construirse una columna de tres metros de alto con una pequeña plataforma en el tope y se instaló allí. Pero los admiradores aún trepaban para pedir autógrafos, bendíceme la estampita, aconséjame si debo casar a mi hija y cosas por el estilo.  

La idea de la columna es buena, pensaba Simeón, pero falta afinarla un poco. La siguiente columna que habilitó (gracias a la incondicional ayuda de su club de fans) era de siete metros. Esto todavía era insuficiente, así que la próxima y final era de 17 metros de alto. La subida fue muy difícil, pero solo necesitó hacerla una sola vez, ya que Simeón no bajó jamás y pasó el resto de su vida encima de la columna. No sabemos si esta altura le pareció suficiente o si no consiguió una columna más alta. Desde allí predicaba a todos los que se congregaban alrededor. Sus seguidores organizaron todo para que Simeón se sintiera cómodo: Había un servicio de delivery para la poca comida con que se alimentaba, atendían con una escalera a los fieles que eran permitidos de conversar con él y evitaban que los fans no autorizados treparan a la columna sin permiso.

Con todo, la vida de Simeón no era fácil. Después de todo, vivir en lo alto de una columna era una penitencia por los pecados del mundo, que al igual que hoy, se porta muy mal, oiga usted. Había que soportar el frío de las noches y el calor del mediodía. Un ventarrón podía bajarlo de la columna por la vía rápida y la lluvia molestaba mucho cuando caía. También estaban los detractores, que lo hostilizaban desde abajo, tratando de hacerlo bajar.
-  ¡Simeón!
-  ¿Qué queréis?
-   ¡Baja inmediatamente!
-   Nones, aquí estoy tranquilo…
-  ¿Por qué te gusta estar allá arriba como pájaro aliquebrado?
-   No es que me guste, es que allá abajo fastidian mucho…

Además, Simeón no pudo dejar de enterarse que le aparecieron varios imitadores, cada cual en su columna. Los monjes estilitas, como se les llamaba, se pusieron de moda, aunque no todos con igual éxito. Algunos pagaron caro una mala ubicación de la columna y fueron impactados por un rayo, cayendo en el descrédito y también de la columna. De todos modos, la mayoría de la gente todavía prefería al original.


La fama de Simeón se expandió a toda Europa. Su columna se convirtió en punto de peregrinación, y los imitadores se multiplicaron al punto de que cada ciudad quería tener a su propio estilita. Sus prédicas sobre muchos temas eran escuchadas con interés, no estoy seguro pero creo que de allí salió el término “columna de opinión”, pues incluso lo solicitaban para interceder en pleitos entre personas.

Cuando Simeón murió, sin haber bajado jamás de su columna, fue reconocido como hombre sabio, a quien acudían altos dignatarios en busca de consejo. Quedó entonces como ejemplo de los sabios que en el mundo han sido y que han buscado alejarse del mundo, no como los de ahora, que se mueren si se les cae el Facebook. Algo exagerado para irse a vivir hasta arribota de su columna, pero ejemplo al fin para la gente como yo que al menos tiene su colinita desde dónde opinar.

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