La famosa frase de “Todo hombre debe plantar
un árbol, tener un hijo y escribir un libro”, se basa en nuestro anhelo de
dejar algo que sobreviva después de nuestro paso por este mezquino mundo que
gira, gira y no se acaba. Un árbol vive
y sigue dando sombra mucho después de que las personas que lo plantaron están
abonando la tierra personalmente. Un hijo prolonga el apellido del progenitor y
un libro deja para la posteridad lo que pensaba el escritor, convirtiéndose en
una ventana al interior de la mente o el corazón del autor.
Dicho esto, me embarco en la búsqueda de la
inmortalidad mediante uno de estos tres métodos.
Lo del árbol lo intenté una vez hace años sin
demasiado éxito. Fue cuando yo era niño todavía y no conocía todavía este
dicho. En todo caso, la escuela a donde
yo iba apoyó en una campaña de reforestación de un parque cercano a mi casa.
Allí planté un arbolito en medio de una hilera de semejantes, plantados cada
uno por un alumno. El caso fue que, por esas cosas de la suerte, justo al árbol
que me tocó plantar se le ocurrió tomar una foto un periodista que cubría el
evento. La foto, conmigo en primer plano, ilustró un artículo en una página
perdida en el interior del diario de mayor circulación del país, como una de
esas notas destinadas a inspirar ternura en el lector. Un niño plantando un
árbol ¡Qué bonito! Deben haber pensado, aunque yo no lo recuerdo.
Un árbol plantado, una fama instantánea entre
los chicos de mi escuela y los de mi vecindario. Esto debería haberme asegurado
la inmortalidad, pero no fue así. Ya se sabe que la fama impulsada por los
periódicos es efímera, ya que estos siempre tienen que inventar nuevas noticias
y nuevos héroes. El niño plantando un
árbol es pronto sustituido en el imaginario popular por el perro que salvó a un
gato de morir ahogado, o algo por el estilo. El árbol por mí plantado no corrió
con mejor suerte. A los pocos años, el alcalde de turno decidió remodelar
nuevamente el parque y arrancó limpiamente todo un grupo de aquellos árboles,
entre los cuales se encontraba el mío, para colocar una vereda. Mi primer
intento de trascender a mi propia
existencia quedó así truncado.
La segunda parte del dicho, la de tener un
hijo, fue más difícil. El problema aquí es que para esto se necesita la
colaboración de una integrante del sexo opuesto, y hasta todas a quienes he
expresado mi deseo de prolongar mi recuerdo y mi apellido se han negado a
participar de tan sublime empresa. Por alguna razón, las mujeres parecen tener
una lista de todas las cualidades que debe tener un hombre digno de sus afanes
de reproducción, es decir que sea amable, atento, sincero, etc., y cuando vengo
yo, con un aprobado en todos los ítems, me salen con “la otra lista”, que es lo
que realmente buscan es decir, que sea guapo, adinerado, atlético, etc., lista
de la cual yo no cumplo ni de cerca. El segundo intento ha sido un estrepitoso
fracaso.
Me queda la tercera parte del dicho: escribir
un libro. Esto debería dejar constancia ante las futuras generaciones de los
pensamientos del autor. Bueno, la mayoría de los libros demuestra que el autor
al menos pensaba. Es que me ha tocado también empezar a leer ciertos libros que
hablan muy mal de quien lo escribió y que debieron ser anónimos aunque sea por
compasión. Y digo que empecé a leerlos porque en tales casos abandono el libro
sin terminarlo.
Una vez se me presentó una semilla de
oportunidad cuando por razones equis de la empresa en donde trabajaba, trabé
relación con un responsable de una pequeña empresa editorial que curiosamente
apostaba por los escritores. Esto era abrir un mundo nuevo para mí, algo que
desterraba mis ideas de hasta entonces, que creía a los editores más
interesados en libros de autoayuda o chismes mal escritos con el nombre de
algún famoso. Tal persona me mostró la página web de su editorial, bien
presentada y con videos publicitarios de los libros que lanzaba, entrevistas a
los autores, y noticias de las presentaciones de los libros. Yo, que metido en
los vericuetos de mi profesión no sospechaba
la existencia de ese mundo, me entusiasmé al punto de enseñarle mi blog,
el que causó además buena impresión en el novel editor, quien me animó a
adaptar mis historias al formato escrito e intentar la publicación impresa. Por
un tiempo me animó la idea y me puse a revisar mis escritos, descubriendo la
tediosa tarea de la revisión y ampliación de textos que en su tiempo me
parecían completos y que ahora veía pálidos y sin brillo. No me volví a
contactar con la editora y el intento se desvaneció con el tiempo.
La última vez que hubo un resquicio de
oportunidad fue cuando, por una cadena de razones me vi envuelto en una
comisión institucional que tenía la intención de editar libros técnicos sobre
ingeniería. En tal condición me fueron remitidos para la aprobación algunos
borradores de libros para que yo diera el veredicto sobre si merecían ser
publicados por aquella institución. Algunos me parecieron francamente penosos y
fueron rechazados por mí con un informe demoledor. Curiosamente, los que
merecieron mi mejor aprobación fueron los más literarios y menos técnicos.
Aparecía otra vez mi vena escritora. En esa condición, y como me lo dijeron los
otros miembros de la comisión, me sería mucho más fácil publicar mis cuentos en
forma de libro. Rechacé la idea por las razones puristas de que tal publicación
no tendría nada de técnico y nada de ingeniería.
Al final, me doy cuenta de que hasta ahora he
fracasado en mi intento de dejar algo que haga saber a la posteridad de mi
existencia. Lo único que me queda es pensar en que alguna vez dentro de muchos
años, algún bibliófilo aficionado encuentre en alguna librería de viejo un tomo
descabalado de una pequeña edición de un libro, se pregunte quién habrá sido el
autor, y lo hojee durante un rato antes de exclamar: ¡Pero qué historias más
tontas!
Me gusta lo que has escrito, aunque no fuera tu intención. Creo que de Tonto no tienes ni un pelo.Saludos.
ResponderBorrar¿Y cuál habrá sido mi intención? Al menos eso es lo que me pregunto cada vez que escribo y cada vez que releo mis escritos. tal vez tan solo sea para sacar de mi cabeza las ideas que se me ocurren. Otras veces pienso que escribo para que los que me leen piensen algo, lo que sea, en vez de leer tanta basura para descerebrados. Al final creo que es el lector quien decidirá a su gusto la razón por la que escribo, yo no la confirmaré ni la negaré. Así somos los tontos.
BorrarSerá que los tontos no piensan en el qué dirán los demás. O mejor dicho, los tontos no piensan... ¡actúan! (o escriben) ;-)
BorrarLo de tonto imagino que sera autoironico con la sutil intencion de dar pena con un toque de victimismo...
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