viernes, 11 de enero de 2013

Los ajedrecistas


Las veces que he estado como espectador de un torneo de ajedrez, he sentido que me perdía de  algo. El ambiente es tenso, te obligan a guardar silencio y lo que ocurre está generalmente más allá de mi poco entendimiento del ajedrez. Siempre hay alguien a mi lado que trata de demostrar su conocimiento sobre el tema con comentarios tales como “Esa es la defensa Alekhine” o algo parecido. Cuando no puede reconocer la jugada como la estrategia de algún ajedrecista ruso del que yo tengo en el mejor de los casos apenas un vago conocimiento, exclama entonces “¡Novedad teórica!”. De pronto, tras un juego enredado del que no puedo discernir quién es el que está ganando, uno de los jugadores se levanta y le da la mano al contrincante como aceptación de que ha perdido el juego. Naturalmente yo no soy capaz de ver la amenaza, y mi compañero tiene que explicarme. “¿No lo ves? Le estaba obligando a perder una calidad y lo dejaba expuesto a un mate en cuatro jugadas”. Me quedaba solo ese sentimiento incómodo de cuando todos entienden un chiste menos yo.

Por eso, y por mis mediocres talentos  para el juego-ciencia, he preferido siempre el ajedrez amateur. Allí los jugadores son más animados, no se molestan con el ruido y las conversaciones de la gente alrededor, y cuando ganan son definitivamente más felices, pensando en que si han podido dominar al contrincante y a las fichas opositoras, ya no pueden menos que empezar los planes de dominar el mundo.

Así ha sido el día de ayer. Un grupo de compañeros de trabajo ha decidido sacar un tablero de fichas de plástico blando para retar a quien se acerque a una partida. Lo primero que hacen, como siempre es buscarme, diciendo "A ver, tú tienes cara de que te gusta el ajedrez". Yo me niego, pero mi negativa no hace efecto en el humor de mi frustrado contrincante. Es que nunca falta alguien con ánimos para jugar a esa guerra imaginaria, a ese duelo de mentes, a ese “Yo soy más inteligente que tú y te gano”. Como dije antes, una partida entre dos ajedrecistas de escaso talento es mucho más emocionante que un partido entre profesionales. Uno nunca sabe que va a pasar en la partida, y las predicciones de lo que pasará en tres o cuatro jugadas son inútiles, ya que los jugadores desafían toda estrategia en el empeño casi infantil de comer esa torre, o de sacar a la reina del sitio donde se encuentra entrampada. Los espectadores también son parte del espectáculo. Nunca falta el que cree saber más y pretende ilustrar al público, usando las dos frases clásicas “gambito de rey” y “defensa siciliana”. Después de cualquier jugada, su reacción invariable será agarrarse la cabeza para decir que él tenía pensada una movida mucho mejor. También es infaltable el juguetón que exclama en el momento más tenso de la partida “¡Queremos ver sangre!”, o que exclama a viva voz después de una jugada “¡Que bruto!”.

Yo mismo he caído en el juego al ser testigo de una partida, que comienza con los oponentes armando el tablero con entusiasmo. De pronto, uno de ellos me pregunta dónde se coloca la reina. Al darle la respuesta quedo nombrado por unanimidad como el árbitro del partido. El partido empieza con el avance de un peón de alfil, lo que me da ya una idea del calibre de los jugadores. El contrincante se queda pensando qué hacer ante tan extraño inicio. Debe replantear toda su estrategia ante el inesperado  inicio. De pronto, algo le molesta y me pregunta a mí, como árbitro del partido: “¿Cuánto tiempo me puedo demorar para jugar? Le respondo que ya que no tenemos relojes, se puede demorar el tiempo que quiera. Esto le da tiempo para repensar su estrategia, y yo me preparo para ver un partido emocionante, ahora que ya tengo una idea del nivel de los jugadores. Mientras tanto, el otro jugador se pone a silbar una salsa para pasar el rato. Después de cinco o seis movimientos, los jugadores ya han tomado sus posiciones de ataque y defensa respectivamente, cuando empieza la carnicería. Uno de los jugadores ha decidido que hay demasiadas piezas en el tablero y decide despejar la cancha. Cuando cada uno de los dos contrincantes ha perdido ya un alfil, un caballo y varios peones, se vuelve a pensar en el ataque al rey contrario. Las jugadas se suceden con cierta rapidez, y yo veo audaces sacrificios de piezas que son ignorados, planes de ataque abandonados súbitamente y una férrea defensa de la reina propia. El corro alrededor de los ajedrecistas ya se ha hecho más grande, y a cada jugada le sigue una salva de exclamaciones que van desde el “¡No seas tonto!” hasta el “¡Listo! ¡Mate en tres jugadas!”, pasando por todos los puntos intermedios. Cuando ya la gente se ha divertido bastante cono los comentarios a cada jugada, uno de los jugadores que aún conserva su reina, un alfil y una torre, decide pasar al ataque franco proclamando “¡Jaque! Los espectadores, y sobre todo, el otro jugador miran extrañados, hasta que uno del público aclara las cosas. “¡Eso no es un jaque, es un jaque mate! Los dos jugadores analizan el tablero hasta coincidir en que efectivamente, eso es un jaque mate. El partido termina entonces con la carcajada franca de los dos adversarios.

El siguiente partido empieza con el vencedor, ensoberbecido por la reciente victoria, y un nuevo jugador que anuncia a los cuatro vientos su superioridad, prometiendo un mate en diez jugadas. Yo sigo en primera fila, obligado a quedarme en mi condición de juez del torneo. El vencedor anterior se siente ahora invencible, un Kárpov, un Kásparov, que juega de manera más arriesgada. El contrincante, por su parte, anuncia burlonamente las piezas que va a comer y ya predice el inevitable jaque mate. Las piezas van y vienen, las estrategias brillan por su ausencia, con los jugadores pensando solamente en la próxima jugada. ¡Cuidado con esa mano! ¡Pieza tocada pieza movida! Cada jugador tiene ahora su propia barra. “Oye, De la Colina, ¿Esa jugada vale?”. A mi me queda decir solamente que el ajedrez no es como el fútbol, donde existe una enorme nebulosa llamada “El filo del reglamento”, y que en el ajedrez las cosas son blancas o negras, sin medias tintas. Afortunadamente, este comentario me releva del puesto de árbitro, porque ya las cosas empiezan a calentarse, con comentarios cada vez más subidos de tono después de cada jugada.

Cuando ocurre el primer jaque, después de una carnicería que recuerda a las películas tipo “Corazón Valiente”, decido que ya es hora de retirarme hasta la próxima. Hice bien, porque según me contaron después, al verse ya sin árbitro, uno de los jugadores quiso introducir la novedad teórica de la trampa de la posición adelantada, las barras bravas consideraron vulnerado su sagrado derecho a ganar, y la partida de ajedrez dejó de ser la metáfora de una batalla para convertirse en una realidad. Los guardias que llegaron a separar a la gente no podían creer que todo comenzó con una pacífica partida de ajedrez.

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