Las veces que he estado como espectador de un
torneo de ajedrez, he sentido que me perdía de
algo. El ambiente es tenso, te obligan a guardar silencio y lo que
ocurre está generalmente más allá de mi poco entendimiento del ajedrez. Siempre
hay alguien a mi lado que trata de demostrar su conocimiento sobre el tema con
comentarios tales como “Esa es la defensa Alekhine” o algo parecido. Cuando no
puede reconocer la jugada como la estrategia de algún ajedrecista ruso del que
yo tengo en el mejor de los casos apenas un vago conocimiento, exclama entonces
“¡Novedad teórica!”. De pronto, tras un juego enredado del que no puedo
discernir quién es el que está ganando, uno de los jugadores se levanta y le da
la mano al contrincante como aceptación de que ha perdido el juego.
Naturalmente yo no soy capaz de ver la amenaza, y mi compañero tiene que
explicarme. “¿No lo ves? Le estaba obligando a perder una calidad y lo dejaba
expuesto a un mate en cuatro jugadas”. Me quedaba solo ese sentimiento incómodo
de cuando todos entienden un chiste menos yo.
Por eso, y por mis mediocres talentos para el juego-ciencia, he preferido siempre
el ajedrez amateur. Allí los jugadores son más animados, no se molestan con el
ruido y las conversaciones de la gente alrededor, y cuando ganan son
definitivamente más felices, pensando en que si han podido dominar al
contrincante y a las fichas opositoras, ya no pueden menos que empezar los
planes de dominar el mundo.
Así ha sido el día de ayer. Un grupo de
compañeros de trabajo ha decidido sacar un tablero de fichas de plástico blando
para retar a quien se acerque a una partida. Lo primero que hacen, como siempre es buscarme, diciendo "A ver, tú tienes cara de que te gusta el ajedrez". Yo me niego, pero mi negativa no hace efecto en el humor de mi frustrado contrincante. Es que nunca falta alguien con ánimos
para jugar a esa guerra imaginaria, a ese duelo de mentes, a ese “Yo soy más
inteligente que tú y te gano”. Como dije antes, una partida entre dos
ajedrecistas de escaso talento es mucho más emocionante que un partido entre
profesionales. Uno nunca sabe que va a pasar en la partida, y las predicciones
de lo que pasará en tres o cuatro jugadas son inútiles, ya que los jugadores
desafían toda estrategia en el empeño casi infantil de comer esa torre, o de
sacar a la reina del sitio donde se encuentra entrampada. Los espectadores
también son parte del espectáculo. Nunca falta el que cree saber más y pretende
ilustrar al público, usando las dos frases clásicas “gambito de rey” y “defensa
siciliana”. Después de cualquier jugada, su reacción invariable será agarrarse
la cabeza para decir que él tenía pensada una movida mucho mejor. También es
infaltable el juguetón que exclama en el momento más tenso de la partida
“¡Queremos ver sangre!”, o que exclama a viva voz después de una jugada “¡Que
bruto!”.
Yo mismo he caído en el juego al ser testigo
de una partida, que comienza con los oponentes armando el tablero con
entusiasmo. De pronto, uno de ellos me pregunta dónde se coloca la reina. Al
darle la respuesta quedo nombrado por unanimidad como el árbitro del partido.
El partido empieza con el avance de un peón de alfil, lo que me da ya una idea
del calibre de los jugadores. El contrincante se queda pensando qué hacer ante
tan extraño inicio. Debe replantear toda su estrategia ante el inesperado inicio. De pronto, algo le molesta y me
pregunta a mí, como árbitro del partido: “¿Cuánto tiempo me puedo demorar para
jugar? Le respondo que ya que no tenemos relojes, se puede demorar el tiempo
que quiera. Esto le da tiempo para repensar su estrategia, y yo me preparo para
ver un partido emocionante, ahora que ya tengo una idea del nivel de los
jugadores. Mientras tanto, el otro jugador se pone a silbar una salsa para
pasar el rato. Después de cinco o seis movimientos, los jugadores ya han tomado
sus posiciones de ataque y defensa respectivamente, cuando empieza la
carnicería. Uno de los jugadores ha decidido que hay demasiadas piezas en el
tablero y decide despejar la cancha. Cuando cada uno de los dos contrincantes
ha perdido ya un alfil, un caballo y varios peones, se vuelve a pensar en el
ataque al rey contrario. Las jugadas se suceden con cierta rapidez, y yo veo
audaces sacrificios de piezas que son ignorados, planes de ataque abandonados
súbitamente y una férrea defensa de la reina propia. El corro alrededor de los
ajedrecistas ya se ha hecho más grande, y a cada jugada le sigue una salva de
exclamaciones que van desde el “¡No seas tonto!” hasta el “¡Listo! ¡Mate en
tres jugadas!”, pasando por todos los puntos intermedios. Cuando ya la gente se
ha divertido bastante cono los comentarios a cada jugada, uno de los jugadores
que aún conserva su reina, un alfil y una torre, decide pasar al ataque franco
proclamando “¡Jaque! Los espectadores, y sobre todo, el otro jugador miran
extrañados, hasta que uno del público aclara las cosas. “¡Eso no es un jaque,
es un jaque mate! Los dos jugadores analizan el tablero hasta coincidir en que
efectivamente, eso es un jaque mate. El partido termina entonces con la
carcajada franca de los dos adversarios.
El siguiente partido empieza con el vencedor,
ensoberbecido por la reciente victoria, y un nuevo jugador que anuncia a los
cuatro vientos su superioridad, prometiendo un mate en diez jugadas. Yo sigo en
primera fila, obligado a quedarme en mi condición de juez del torneo. El
vencedor anterior se siente ahora invencible, un Kárpov, un Kásparov, que juega
de manera más arriesgada. El contrincante, por su parte, anuncia burlonamente
las piezas que va a comer y ya predice el inevitable jaque mate. Las piezas van
y vienen, las estrategias brillan por su ausencia, con los jugadores pensando
solamente en la próxima jugada. ¡Cuidado con esa mano! ¡Pieza tocada pieza
movida! Cada jugador tiene ahora su propia barra. “Oye, De la Colina, ¿Esa
jugada vale?”. A mi me queda decir solamente que el ajedrez no es como el
fútbol, donde existe una enorme nebulosa llamada “El filo del reglamento”, y
que en el ajedrez las cosas son blancas o negras, sin medias tintas.
Afortunadamente, este comentario me releva del puesto de árbitro, porque ya las
cosas empiezan a calentarse, con comentarios cada vez más subidos de tono
después de cada jugada.
Cuando ocurre el primer jaque, después de una
carnicería que recuerda a las películas tipo “Corazón Valiente”, decido que ya
es hora de retirarme hasta la próxima. Hice bien, porque según me contaron
después, al verse ya sin árbitro, uno de los jugadores quiso introducir la novedad teórica de la trampa de la posición adelantada, las barras bravas consideraron vulnerado su sagrado derecho a ganar, y la partida de ajedrez dejó de ser la metáfora de una batalla para
convertirse en una realidad. Los guardias que llegaron a separar a la gente no
podían creer que todo comenzó con una pacífica partida de ajedrez.
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