-¿Diga?
-Hola.
-¿Quién es?
-Eso no importa. Es que necesito hablar con alguien.
-Pero… ¿nos conocemos?
-¿Qué más da? Esta tarde siento que algo importante y terrible me abruma. El crepúsculo tormentoso me aprisiona y sólo deseo que el insolente relámpago estalle por mí en el cielo morado, que el ensordecedor trueno grite por mí en la ciudad negra, que la balsámica lluvia llore por mí sobre las hojas secas. Esta tarde tan oscura, tan misteriosa y rígida, tan espesa como una traidora niebla, implora una tormenta tanto como mi corazón.
-¿Pero qué le pasa? ¿No se encuentra usted bien?
-No… no me encuentro bien. Esta tarde he perdido la brújula que me señalaba el camino. Soy incapaz de reaccionar ante el vacío que de repente he descubierto a mi alrededor y me aferro, no sé por qué, a esa tormenta que ha merodeado por la ciudad durante horas, sin atreverse a entrar en escena.
-¿…Me permite que le diga algo?
-¿De qué servirá?
-Escúcheme, por favor. No tiene nada que perder… Habla usted de manera maravillosa: no dice, sugiere; ilumina sin necesidad de luz; riega las palabras de belleza, aunque sea una belleza melancólica… No sé cómo lo hace, pero cuando habla, dejar ver el sol detrás de una nube. Le felicito.
-¿…De veras lo cree así?
-Se lo digo de todo corazón.
-Gracias, mil gracias. Ya me encuentro mucho mejor. Me siento con fuerzas para afrontar la noche. ¿Qué habría sido de mí sin usted?
-No tiene ninguna importancia. Cuídese, Artemio.
-Señorita Marcela, es usted la mejor psicóloga.
-Y usted mi paciente más amable.
-Buenas noches, señorita Marcela.
-Hasta la próxima luna llena, Artemio.
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