Lucky es un perrito muy simpático, y el engreído de mi sobrina. Un perrito muy educado que se sienta en el sofá de lo más contento y se arrima al que encuentra sentado allí, que no hace sus gracias dentro de la casa y que me recibe muy feliz a mí también. En fin, una verdadera mascota.
Y aunque lo tratan bien, le dan su comida para perros, lo bañan y peinan para que esté bonito y lo sacan a pasear todos los días, hay algo que no anda bien para el. No es del todo feliz.
Ocurre que desde hace un tiempo la familia se mudó a un mejor sitio, sin tanto ratero, sin tanta contaminación, con parques que tienen pasto de verdad, no esos pampones con algunas manchitas de césped que les dicen parques en ese distrito. Todo iba a ser felicidad, hasta que se encontraron con un detalle. En el edificio no aceptaban perros.
- Pero es un perrito chiquito, que se porta bien…
- Está bien señor, se puede quedar, pero que no haga bulla, sino los vecinos se van a quejar y se lo va a tener que llevar de aquí. ¿Entendido?
Así fue que le enseñaron a Lucky a no ladrar. El proceso fue difícil, pues Lucky estaba acostumbrado a pararse en el balcón o en la ventana y quedarse calladito esperando que pase algún desprevenido transeúnte, para ladrar de improviso y gozar con el sobresalto de quien no veía en un primer momento al autor del ladrido, y que se reía invariablemente al darse cuenta de que había sido asustado por un perro de ese tamaño.
Y aunque lo tratan bien, le dan su comida para perros, lo bañan y peinan para que esté bonito y lo sacan a pasear todos los días, hay algo que no anda bien para el. No es del todo feliz.
Ocurre que desde hace un tiempo la familia se mudó a un mejor sitio, sin tanto ratero, sin tanta contaminación, con parques que tienen pasto de verdad, no esos pampones con algunas manchitas de césped que les dicen parques en ese distrito. Todo iba a ser felicidad, hasta que se encontraron con un detalle. En el edificio no aceptaban perros.
- Pero es un perrito chiquito, que se porta bien…
- Está bien señor, se puede quedar, pero que no haga bulla, sino los vecinos se van a quejar y se lo va a tener que llevar de aquí. ¿Entendido?
Así fue que le enseñaron a Lucky a no ladrar. El proceso fue difícil, pues Lucky estaba acostumbrado a pararse en el balcón o en la ventana y quedarse calladito esperando que pase algún desprevenido transeúnte, para ladrar de improviso y gozar con el sobresalto de quien no veía en un primer momento al autor del ladrido, y que se reía invariablemente al darse cuenta de que había sido asustado por un perro de ese tamaño.
Ahora Lucky se pone triste, pues ya no le dejan ladrar y desde su ventana no se ve la calle.
Como Lucky es un miembro más de la familia, hay que buscar la forma de que vuelva a ser feliz. Así pues, cada cierto tiempo lo llevan a su antigua casa (que sigue ocupada por la familia de mi cuñada) a descansar de las restricciones de su nueva casa. Allí Lucky corretea feliz por toda la casa, sale al balcón y le ladra a todo el que pasa, luego se para en la ventana a asustar a los transeúntes distraídos, como en los viejos tiempos. Luego del fin de semana, regresa a su casa más dispuesto a portarse bien, a ser un perro tranquilo y educado, como corresponde a un perro de barrio fino.
En mi última visita a su casa, fui recibido por Lucky, quien estaba en sus días de tristeza por no ir a su antiguo hogar.
- ¿Por qué no te gusta esta casa, si es más bonita, hay más parques y te va mejor?
- Porque aquí no puedo ladrar – Me dijo con la mirada.
Moraleja: ¡Viva la libertad de expresión!
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