domingo, 27 de abril de 2008

El Primer Tonto del Perú (Parte 1)




Hace un tiempo publiqué un post sobre el primer tonto del mundo, fruto de una concienzuda investigación basada en mis viajes astrales inducidos por el aburrimiento, historia tan real que merecía ser verdadera. Mis investigaciones no se detuvieron allí. He seguido la pista hasta Don Galván Perez de Fuendeabajo, el primer tonto registrado en el Perú, del cual describo aquí la historia:

Don Galván era el hijo segundón de un hijo ilegítimo de Don Beltrán, un hidalgo venido a menos, que por razones no explicadas, terminó refugiándose en el pueblo de Fuendeabajo. El padre de nuestro tonto siempre vivía de prestado, esperando la jugosa herencia que, según él, iba a recibir el día en que el viejo empiece a abonar la tierra, como él decía. El problema era que Don Beltrán, a los 112 años, parecía empeñado en seguir vivo, para desesperación de su parentela. Un accidente se llevó al fin al terco español, al ser atrapado por una estampida de toros asustados. El padre de Galván celebró la muerte del hidalgo apenas un día, ya que se lo llevó la guardia real, que no creía en la versión del accidente, nada más porque el hidalgo no tenía toros, y porque nunca hasta ese momento había habido una estampida a las 3 de la mañana que pase por la habitación de Don Beltrán, que estaba en un segundo piso.

Así pues, nuestro tonto Galván recibió a la vez la herencia de su padre (que no era nada), y su parte por la muerte del hidalgo (que tenía otros 7 hijos legítimos). En total, le tocó de herencia una bacinica con las armas de la familia y un vale por 12 misas a cargo del cura del pueblo, que las había quedado debiendo por la salud del finado.
Desengañado, se fue del pueblo para no volver jamás. Nunca se enteró de los dos cofres de oro enterrados en la propiedad de Don Beltrán y cuya ubicación estaba cifrada en las inscripciones de la bacinica, que había regalado al irse.

Los pasos de Galván le llevaron de pueblo en pueblo. Trabajaba un tiempo en lo que hubiera en el pueblo hasta ganar suficiente dinero para pasar al siguiente. Sabemos que trabajó, por ejemplo como campanero cerca de Zamora, donde puso tanto empeño en el trabajo que los habitantes le pagaron el viaje al siguiente pueblo con tal de que los deje dormir. En otro pueblo, trabajó en una panadería. Hasta hoy tienen fama en aquel pueblo las galletas que se vieron obligados a preparar entonces los habitantes para no comer lo que preparaba nuestro buen Beltrán.

Entre caminos, trabajos y expulsiones de los pueblos por donde pasaba, Beltrán llegó a Sevilla, a donde llegaban todos los muchos españoles que, a falta de un futuro mejor, querían fabricarse uno en las recién descubiertas Indias Occidentales.
En el puerto de Cádiz, consiguió plaza de marinero en el navío “Nuestra Señora de la Reparación”. Lamentablemente, el barco partió sin él, ya que Beltrán abordó por equivocación un barco que tenía un cartel que decía “En Reparación”. Este barco era el “Galatea”, en el cual terminó trabajando de carpintero. Allí se le asignó al inicio el trabajo de calafatear con brea. El capitán perdonó el error de principiante de Beltrán al calafatear las velas, pero el incendio ocurrido al calentar brea dentro de la cocina lo convenció de ponerlo a trabajar aserrando tablas. Esta decisión salvó al barco, pero retrasó el trabajo de reparación otros dos meses, debido a que las tablas dejaron de cuadrar entre sí.

El “Galatea” zarpó al fin hacia las Indias en el verano de 1529, con Beltrán a bordo.

(Continuará)

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