sábado, 3 de mayo de 2008

El primer tonto del Perú (parte 2)



Don Galván Perez de Fuendeabajo (nombre que he alterado para evitar recursos de amparo y denuncias por difamación) zarpó hacia las Indias Occidentales en 1529, en el “Galatea”, que llevaba provisiones, caballos y funcionarios reales a Panamá.
Durante el viaje Galván desempeñó diversas labores dentro del barco, siempre siendo testigo de extraños acontecimientos. Levando las velas, logró que el barco avanzara de costado, cosa que el capitán reconoció como una hazaña nunca vista. Como ayudante del timonel, estuvo a punto de fallarle a las Islas Canarias. Esto le granjeó la mala voluntad de una parte de la tripulación (todos menos el), y a quienes se atribuyó la segunda estampida jamás ocurrida a las 3:00 a.m. en un dormitorio ubicado en un segundo piso. Afortunadamente, Galván no se encontraba en ese momento, pues nuevamente se había equivocado de habitación y dormía en otra parte.

Ya en camino a las Indias, Galván fue destinado a la cocina, trabajo duro que requería su presencia desde la madrugada hasta altas horas de la noche. El cansancio producido por este trabajo fue el que, según él, le hizo confundir un jamón seco con el gato del barco, sin darse cuenta hasta que la tripulación se quejó de que la sopa sabía a gato. Para evitar volver a cometer el mismo error, echó al otro gato por la borda. El capitán entonces le aconsejó en adelante alimentarse de las ratas del barco, tanto para suplir la ausencia de los gatos como por los rumores de que el resto de marineros lo quería envenenar.

Al llegar a Panamá, Galván pasó un tiempo en diversos oficios, mientras esperaba la ocasión de enrolarse en una de las expediciones que esperaban encontrar los países llenos de oro de que hablaban las historias que circulaban profusamente en ese tiempo.
La oportunidad llegó gracias a un trabajo de carpintería que hizo en la casa del canónigo de la iglesia de Panamá. Mientras hacía el techo de la susodicha casa, descubrió que este no soportaba más de un segundo piso. El consiguiente derrumbe de la casa le valió una recomendación para la tercera expedición de Francisco Pizarro, que se organizaba en la casa del obispo, con la única condición de que “se lo llevase lo más lejos posible”.

Los detalles de la expedición de Pizarro son conocidos: La llegada al Imperio de los Incas, el viaje a Cajamarca, la captura de Atahualpa y el ofrecimiento del que es hasta ahora el mayor rescate pagado en la historia. Algunos cronistas opinan que buena parte del éxito de la empresa se debió a nuestro Galván, quien convenció al Inca de que todos los españoles eran como él, honrados y cumplidores de su palabra.

Esta honradez le valió a nuestro tonto el trabajo más desagradable durante el viaje al sur con el tesoro: cuidar el quinto real, que era la comisión del 20% que le tocaba al rey por el rescate de Atahualpa. Demás está decir que el trabajo le hizo muchos amigos inmediatamente, que se convirtieron en enemigos muy poco tiempo después, cuando se descubrió que realmente cuidaba el oro real y no dejaba lingotes perdidos por ahí. A Pizarro le costó mucho mantener la disciplina durante el viaje de Cajamarca hacia el sur, pues el juego al que eran aficionados los soldados hizo que muchos quedaran tan pobres como salieron de Panamá, y le echaran el ojo al quinto real. Producto de los chismes generados por aquellos soldados con mala suerte, Beltrán fue relevado de su puesto en Jauja y abandonado a su suerte, pues el quinto real se traspapeló con su propia parte del tesoro y embarcado a Lima.

En Jauja, donde fue obligado a quedarse, hizo amigos entre los huancas, quienes lo llamaron cariñosamente Opa-Opa, que quiere decir “Muy Tonto”. Decidió establecerse en el curacazgo de Marcapata, donde había una mina cerca de lo que es hoy La Oroya. Allí trató de mantenerse al margen de las guerras civiles y rebeliones que siguieron a la conquista, mediante un método que le enseñó Puka Chuspi, curaca del pueblo y quien se convirtió en su suegro: Cuando pasaba un español le preguntaba si era pizarrista o almagrista, y mágicamente tomaba el mismo partido con tal fervor que nadie hubiera dudado de su fidelidad hacia Pizarro, o hacia Almagro, según fuera el caso. Incluso cuando pasaron por allí las huestes de Manco Inca, en camino a Lima, les convenció de su fidelidad a la causa del Inca compartiendo con los incas una comida a base de cuyes, que era un alimento que los españoles detestaban (y que se niegan a comer hasta hoy).

Este método le funcionó durante un tiempo, hasta que llegaron al Perú las fuerzas del Pacificador La Gasca, quien lo mandó ejecutar hasta que se aclarase a qué bando pertenecía. Sin embargo, quedó de él su descendencia, quien tomó distintos nombres y se diseminó por todo el Perú, y que hasta el día de hoy forman parte de nuestra clase gobernante, al parecer.

Por eso, al ver a alguien cometiendo una tontería mayor, veo en ella la descendencia de Don Beltrán Perez de Fuendeabajo, el ilustre antepasado a quien los libros de historia deben aún un reconocimiento como el primer tonto llegado al Perú.

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