No digo que encontré otra sonrisa en la calle, pero estas tenían un efecto extraño al ver la mía. Un niño respondió a mi sonrisa con otra, hasta que su madre lo alejó de mi campo visual, reprendiéndolo por sonreírle a un extraño. Una joven en un parque sonreía mientras se grababa con su celular, y yo le dediqué una sonrisa al pasar. Ella interrumpió su video de repente, me dirigió una mirada de molestia e incomodidad, y esperó que me alejara para volver a sonreír y continuar con su video. Algo parecido ocurrió con una pareja de hombre y mujer. El joven me devolvió una mirada de odio y estuvo a punto de acercarse a mí con ánimo de pelea, pero fue detenido por la mujer.
Durante mi recorrido, el único que me sonrió sin restricciones fue un perro a quien su dueño pasaba con una correa. El dueño sólo me hizo un gesto de compromiso mientras continuaba con su camino.
Este breve paseo me hizo darme cuenta de que salir a la calle con una sonrisa es un acto de rebelión contra las normas establecidas, una falta de respeto contra todos los infelices del mundo, y una insolencia al restregar la propia felicidad en la cara de los demás. En esta ciudad, en este país y en este mundo, se ha perdido la capacidad de diferenciar una sonrisa burlona y agresiva de una sonrisa amable y sincera. No dudo de que varios de los que se cruzaron en mi camino estuvieron tentados de llamar a la policía, porque al parecer alguien que sonríe algo malo debe traer entre manos, significa una agresión al espacio personal, o al menos debiera ser tipificado como exhibición indecente.
Regresaba ya a mi casa, derrotado, cuando una sonrisa me cortó el paso. Era una anciana que llevaba una caja llena de dulces y caramelos. ¿No me compra? Me dijo. Confundido, solo atiné a darle una moneda por un par de gomitas, antes de seguir mi camino sin recordar siquiera si le pude devolver la sonrisa.
Es muy cierto, sonreir es una provocación. Un beso
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