miércoles, 15 de marzo de 2023

La mala comida



Ya he mencionado antes que la comida peruana se ha convertido en una atracción para el turista que visita nuestro país, y los peruanos son incansables promotores de su comida. Yo he escuchado decir que hasta la comida italiana sabe mejor aquí, entre otras hipérboles que pueden hacer creer al extranjero que incluso el huevo frito sabe mejor aquí, y que cualquier cosa que le ofrezcan a uno en la calle será un manjar. Muchas veces esto no está lejos de la verdad, pero esto puede llevar a pensar que en el Perú no existe mala comida. He visto gente romantizar la comida callejera vendida en una carretilla, tal vez porque lo han hecho solo ocasionalmente, y porque no han comido lo que yo he comido. Contaré entonces algo para hacer recordar a mis paisanos que si no existiera la mala comida, no sabríamos apreciar lo bueno.

Quien haya vivido o trabajado en zonas pobres (y algunas no tan pobres) sabe que hay sitios donde la comida no es nada buena, pero aun así tiene que consumirla, porque no hay otra. En todos los lugares del Perú hay al menos un sitio de estos, que son conocidos con el nombre genérico de “Tía Veneno”. En este lugar, regentado siempre por una señora ayudada por su hija, no se debe preguntar sobre la procedencia de los ingredientes, y uno debe comer a su propio riesgo, pues las consecuencias son imprevisibles para un estómago que no esté endurecido por la pobreza. 
Cuando yo estudiaba en la universidad había uno de estos locales en donde los estudiantes almorzaban y conversaban de las cosas que conversan los universitarios pobres. Las veces que pasé por allí me preguntaba cómo mis compañeros podían comer eso sin quejarse como yo. Recuerdo que me servían un guiso con tan poca carne que casi podía pasar como un plato vegetariano, con una cantidad exagerada de condimento para disimular el sabor. Adicional a esto, había que echarle mucho ají, “para que pase”, como decían todos. Yo trataba de evitar siempre ese sitio, o pedir allí solo galletas y una gaseosa, algo que haya sido fabricado y empaquetado en otra parte. Desde esa época ya no he podido comer en lugares así, mi estómago ya no es lo que fue en ese tiempo. Con todo, no hay lugar en el Perú en donde uno no pueda preguntar por “La Tía Veneno” sin ser dirigido a un lugar específico, conocido por todos, muy barato pero muy malo. 

Con el tiempo he conocido otros lugares así, muy a mi pesar siempre, por ejemplo uno a donde siempre me invitaban, pero a donde nunca fui, que ofrecía chanfainita a un sol cincuenta. La chanfainita es uno de esos platos muy populares que no se encontrarán en un restaurante siquiera de mediana calidad, hecho a base de pulmón de vaca. El hecho es que un plato que se ofrecía a sol cincuenta en un tiempo en que un menú para obreros estaba a ocho soles encendía todas mis alarmas. 

Otro lugar conocido en todo el Perú es “Los Agachados”. Esta es una carretilla o triciclo en donde se acomodan unos bancos chatos que dan la impresión al transeúnte de ver a los comensales comiendo agachados. Estos lugares son una lotería, puede tocarte un plato bueno o uno muy malo, solo los habituales pueden guiarte en la elección de la mejor carretilla de comida. Yo he compartido estos sitios cuando he acompañado a obreros en algún trabajo. Sabido es que los obreros no son para nada gourmets y su recomendación es casi otra lotería, pero en ocasiones no hay de otra. Hay gente que celebra a estos restaurantes ambulantes, y algunos empezaron así, y que progresaron hasta tener un restaurante legal, con local, mesas y todo, pero aún siguen sirviendo en la vieja carretilla, porque comer en “Los Agachados” no solo es un almuerzo, es también una experiencia. 

Y ya que he mencionado que los obreros no son las personas más indicadas para recomendar un lugar bueno para comer, imagínense ahora un lugar en donde los obreros más aguantadores se quejan de lo malo que está un almuerzo. Esto me ocurrió hace tiempo. Yo acababa de llegar a una obra en un pueblo y teníamos que organizar la logística de los empleados. Al ingeniero a cargo lo convenció uno de los obreros de contratar a su pareja ocasional para cocinar a todo el grupo, que era más de una veintena, la mayoría obreros. En menos de una semana, los obreros abandonaban el lugar a la hora del almuerzo y preferían irse a cualquier otro sitio. La cocinera se quejaba de que le sobraba comida, y se le tuvo que explicar que para que un obrero mal pagado rechace una comida y prefiera pagar en otro lado, se necesita una comida en verdad mala, sin considerar los problemas estomacales que también aparecieron. 

Con todo, es probable que esta experiencia no haya sido la peor comida que he probado, aunque esté entre los primeros (o últimos, según se mire) lugares del ranking. En otra obra, ubicada en una mina en la cordillera de los Andes, la minera tenía un trato con la comunidad vecina para contratar la mayor cantidad posible de personal de la zona. A tales personas las metieron con una mínima preparación a la cocina. Hasta hoy estoy convencido de que a estos cocineros improvisados les dieron una foto del plato con la única instrucción de que el plato debía parecerse al de la foto. Lo que se suponía que era una sopa oriental, era un menjunje con todos los ingredientes equivocados y reemplazados por lo que pudieron encontrar en el pueblo a seis horas de la ciudad, y que se pareciera mínimamente a lo que debía ser. 

La última experiencia la tuve hace poco, nuevamente en un pequeño pueblo, aunque esta vez a solo dos horas de la ciudad. El sitio tenía varios restaurantes, pero éstos solo abrían los fines de semana, para la gente que salía a pasear a la campiña. Los demás días solo me quedaban dos alternativas, cada una peor de la otra. Me tuve que decantar por la opción donde me servían sin cara de alguien que odia su trabajo. En dos ocasiones después de dos cucharadas me declaré incapaz de continuar. Mientras pensaba en qué hacer con ese plato que me resistía a llamar comida, hice un descubrimiento inquietante: además de la calidad de la comida, se notaba una falta de higiene, y todo estaba lleno de moscas que ya no hacían caso cuando las trataba de espantar, invadiendo la mesa, los cubiertos y las servilletas. Todo menos un lugar. Las moscas evitaban cuidadosamente posarse sobre la propia comida. Y esta no era una casualidad, porque el prodigio se repitió todas las veces que estuve en el pueblo. Es la primera vez que veo una comida tan mala que ni las moscas se interesan por ella. 

Como dije al inicio, estas son las cosas que me hacen apreciar cuando me sirven un buen plato de comida peruana.

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