martes, 2 de noviembre de 2021

Las huacas

Huaca Huallamarca, una de las mejor conservadas de Lima.

La ciudad de Lima está asentada sobre el valle del río Rimac, uno de los más grandes de la costa peruana. Por esta razón ha sido, desde tiempos inmemoriales, un punto de comercio de la región, y como tal, antes de la llegada de los europeos, fue gobernada por una teocracia que supervivió a los dominios de los Waris, los Chimús y los Incas, y que llegó a ser reconocida por los conquistadores españoles. Como prueba del poder de esta casta política y religiosa, quedaron las tumbas de sus gobernantes, a las que llamamos hoy con el nombre de “huacas”. 
Nada de esto sabía yo en los años de mi niñez, cuando nos mudamos a una casa nueva que en ese tiempo estaba en los suburbios de la ciudad. En ese entonces todavía esta nueva urbanización estaba rodeada de tierras que mostraban los surcos de lo que fueron cultivos de frutas, y no era raro encontrar plantas de fresas o árboles de moras sobrevivientes. Y estaban también las huacas. Estos fueron algún día edificios de barro en forma de pirámide escalonada, pero que el tiempo había convertido en pequeños cerros de tierra a los que la gente temía acercarse. Los historiadores modernos dicen que en lo que hoy es la ciudad de Lima, había no menos de doscientas huacas, cifra que me parece corta hoy, ya que recuerdo que había al menos cinco o seis al alcance de las bicicletas de los niños de mi barrio, a donde íbamos para subir y bajar como estrellas de motocross, a pesar de la prohibición paterna. 

Fue en la escuela en donde tomé conocimiento de las razones de tal prohibición, pero no por los profesores, sino por otros niños cuyas familias habían vivido hace mucho más tiempo que nosotros en la zona. Ellos me contaron que en esas huacas moraban aún los espíritus de aquellos que fueron enterrados allí, y de lo peligroso que era perturbar su sueño. 
La última vez que subí en mi pequeña bicicleta a la huaca que estaba más próxima a mi casa, comprendí los agujeros que se podía encontrar con frecuencia en la tierra apisonada. Cada huaca significaba también un tesoro escondido que había sido enterrado junto al cadáver momificado de un gran personaje y cada agujero era un intento por encontrarlo. Aunque la creencia común era que el tesoro ya habría sido extraído en algún momento de los cuatro siglos anteriores, todavía podía encontrarse cerámicas o tejidos dentro de la huaca, si se tomaban las precauciones necesarias, que conocían quienes se dedicaban a la profesión de profanar estas tumbas, y a quienes se llamaba “huaqueros”. 

La zona donde se construyó después mi casa era campos de cultivo pertenecientes por un lado a la orden de los jesuitas, y por otro a uno de los más grandes terratenientes de Lima, antes de ser absorbidos por la ciudad. Otra cosa que aprendí mucho después es que el lugar en donde se construyó mi casa no estaba lejos del antiguo camino inca, lo que tal vez explique la existencia de varias huacas en las cercanías. Ninguno de estos anteriores dueños se había atrevido a tocar estos edificios, conscientes de que eran lugares sagrados, y en donde se realizaban en plena dominación española y República peruana, rituales de providencia y fecundidad. 

Sólo en el siglo XX se declaró el “huaqueo” como una actividad ilegal, lo que la había convertido en una ocupación nocturna, aunque todavía rentable. Los textiles y vasijas de arcilla (llamados también “huacos”) eran fácilmente vendidos, y los cráneos eran muy codiciados para actividades de espiritismo y brujería, pues se trataba de personas que habían sido poderosas en vida. Recuerdo haber visto en venta en ferias artesanales fragmentos de estos textiles a la venta, prueba de que los huaqueros existen hasta el día de hoy. 

Pero ser huaquero no es labor para cualquiera, pues como mencioné antes, las huacas están protegidas por espíritus guardianes. Antes de entrar a una huaca, el huaquero debe tomar generosas dosis de aguardiente, para que el espíritu del alcohol impida a los fantasmales guardianes tomar posesión del cuerpo del huaquero, y al llegar, se debe realizar un rito para aplacar al guardián espectral, ofreciendo alimentos nativos como habas o maíz. Entonces se verá la sombra del fantasma ingiriendo los alimentos, y ese será el momento para que el huaquero empiece a cavar para desenterrar los objetos. La tarea debe hacerse con rapidez y en silencio, para no alertar al espíritu mientras está distraído, pero también debe hacerse con cuidado, para que un mal golpe no destroce los objetos que se encuentren. 

Un grupo de mi salón en la escuela me contó que habían ido una noche a huaquear, y nos mostraron como prueba algunos de los frutos de su actividad: algunos fragmentos de tela, motas de algodón serrano, reconocibles por su color pardo natural, hoy imposible de encontrar, y una vértebra humana. Con lo que sé hoy de historia precolombina, sospecho que habrían encontrado restos de la momia del personaje, que era enterrado cubierto de mantas, y el hueso era tal vez del propio personaje, o de uno de los guardianes que eran enterrados junto con él, con el fin de protegerlo en el más allá. 

Con el tiempo, los alrededores de mi casa también se fueron urbanizando y las huacas fueron derribadas por grandes máquinas excavadoras que dejaron el terreno plano para la construcción de nuevas casas. Aunque la orden fue dada por personas incrédulas en cosas de fantasmas y tesoros, los trabajadores que apoyaban en la tarea se arremolinaban en torno a la huaca, esperando divisar algún objeto entre las masas de tierra removida. He escuchado que uno de los trabajadores pudo ver un objeto brillante entre la tierra removida, e hizo detener los trabajos, pero nadie pudo encontrar nada. Hoy, el sitio donde alguna vez hubo una huaca, está ocupado en parte por un pequeño parque, la calle colindante y tal vez, las casas que dan a ese parque, es difícil decirlo con exactitud. Ignoro también si los habitantes de estas casas saben sobre el pasado del terreno en donde viven, tal vez ellos tienen alguna historia que contar sobre hechos extraños atribuibles a espíritus ancestrales despojados de su lugar de descanso eterno. 

De todas las huacas que hubo cerca a mi casa, hoy sobreviven dos de ellas, a las que se ha tratado de rescatar del olvido de siglos, al igual que otras en toda la ciudad, reconstruyendolas y restaurandolas.

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