jueves, 24 de septiembre de 2020

Un día de telepatía


Un día, sin previo aviso, obtuve el don de la telepatía. Esa mañana parecía una igual a tantas otras, hasta que empecé a darme cuenta de que podía percibir los pensamientos de las personas que pasaban cerca a mí en la calle. Tardé unos minutos en darme cuenta, pues sentir lo que pensaba la gente me parecía tan natural como los otros sentidos que todos tenemos. Solo entonces empecé a cuestionarme el cómo habría obtenido esa habilidad. No recordaba haberla pedido, ni nunca antes había mostrado síntoma alguno que indicara una percepción dormida en mi cerebro. El hecho es que podía sentir los pensamientos de aquellos que pasaban, como quien escucha la conversación de los transeúntes que se cruzan en el camino. Pero esto no era escuchar, era sentir o percibir. No “escuchaba” los sentimientos, sino que los percibía, los sentía, no puedo explicarlo bien, como no podría explicar a un ciego lo que es la vista o a un sordo lo que es sentir los sonidos. Aún ahora, cuando trato de explicarlos, hago un pobre intento de traducir esos pensamientos en palabras.

Tal vez es un mensaje divino, pensé. Este nuevo sentido debe tener un propósito, debo hacer algo provechoso con él. Entonces me puse a sentir lo que la gente pensaba. Primero obtuve algunos gestos de incomodidad al acercarme demasiado a las personas para oír sus pensamientos, como quien se acerca indiscretamente para escuchar conversaciones ajenas. Pude sentir cómo interrumpían sus pensamientos para pensar que me acercaba para acosarlos o robarles, me hicieron sentir culpable por invadir la privacidad de sus mentes, así que después de varios intentos pude dominar el arte de acercarme lo suficiente para sentirlos sin que ellos se sientan invadidos. 

Al principio pensé que podría desentrañar los motivos que hacen a las personas como son, que entrar en la mente de la gente era penetrar en todos sus secretos, pero pronto me decepcioné. La mayoría de los pensamientos que “escuchaba” eran más bien cosas cotidianas, como un “ya se me hizo tarde”, o un “qué frío de miércoles”. Una mujer pensaba en el hijo que había dejado en la escuela, un vendedor sacaba cuentas del dinero que podría obtener en un día de invierno como este, en que la gente sale menos a la calle. Por un momento captó mi atención un hombre que esperaba una llamada en su celular, mientras deseaba agudizar sus sentidos para no perderse el timbre. Curiosamente, no pude sentir nada sobre quién sería la persona de quien esperaba la llamada, ni el motivo por el cual la esperaba tan ansiosamente. Sus pensamientos estaban enfocados exclusivamente en el teléfono, como si ese pequeño artefacto fuera lo realmente importante. Vi al hombre revisar el celular para asegurarse de que tuviera batería y la señal fuera buena, antes de alejarme sin obtener mayor conocimiento de sus motivos y de su ansiedad. 

Pasé por una construcción y me detuve un momento para tratar de sentir los pensamientos de los trabajadores, tal vez pudiera saber de sus anhelos, sus esperanzas, lo que los motivaba para hacer su dura labor. Una nueva decepción me llevé al comprobar que todos ellos hacían su trabajo sin pensar en nada, apenas los pensamientos necesarios para evitar atravesarse en el camino de una máquina o caer de una altura. Ninguna idea atravesaría sus mentes hasta la hora de salida, en que su cerebro volvería a conectarse y regresarían a sus vidas. 

Esta fue la revelación que obtuve. La gente no piensa, sus pensamientos solo se enfocan a la inmediatez, intentan sobrevivir por solo un día más, habiendo perdido ya la visión del futuro. El resto de mi camino fue una sucesión de pensamientos escuchados al azar, sin ninguno relevante, muchos pensando “qué me miras” o “a qué hora acaba esto”, dejando solo la tristeza de ver que las personas ya no saben lo que quieren, que nos hemos vuelto tan automáticos como nuestras máquinas y tan superficiales como nuestras redes sociales. El don de la telepatía ya no es suficiente para saber lo que la gente realmente quiere, o siquiera para saber lo que piensa. 

Me detuve a tomar un café caliente para el frío cuando vi a una mujer a pocos metros de mí. No pensó en nada en ese momento, solo me miró fijamente, hasta que sentí que su cerebro decía “Tú”, tan claramente como si lo hubiera dicho en voz alta. Yo me sorprendí tanto que me quedé inmóvil en mi sitio. Nadie me había dirigido un pensamiento de manera tan nítida en todo mi periplo, y menos había expresado un pensamiento de simpatía o atracción. Pero esta no era una atracción romántica. Ella quería alguien que pudiera escucharla, y en ese deseo me encontró a mi. Empezó a contarme su historia a través de sus pensamientos. Como ya he dicho, no es posible describir fielmente lo que es compartir los pensamientos de alguien. Es contar una historia usando recuerdos de emociones, imágenes fugaces, sombras de sonidos y olores. Ella me transmitió sus sobresaltos, lo que pensaba ella en ese momento, y también lo que significó para ella lo que pasó en realidad. No sé exactamente cuánto tiempo nuestras mentes estuvieron conversando hasta que ella terminó su historia, con una lágrima que enjugó rápidamente de su rostro. Ante este relato (aunque "relato" es una palabra muy pobre para todo lo que me transmitió) solo me quedó expresarle mi simpatía y tratar de transmitir a mi vez algo del optimismo que siempre mantengo. Mentalmente le propuse pagarle el café, conversar un rato y escuchar su verdadera voz, a lo que ella rehusó diciendo que no era necesario, que todo lo que necesitaba era contarle a alguien su historia, y ya lo había hecho, lo cual me agradecía. Después de que ella se retiró, me quedé aún algunos minutos, como una muestra de discreción, aunque eso significara que tal vez ya no volviera a verla. 

El resto del día ya no intenté percibir los pensamientos de nadie, pues ya había completado el propósito del prodigio, ni me extrañé cuando al día siguiente las mentes de los demás volvieron a cerrarse para mí. Los milagros no se cuestionan, ni los dones divinos son para que se abuse de ellos.

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