sábado, 15 de diciembre de 2018

Mis sueños pequeños



Tal vez mi falta de éxito en la vida se debe a que nunca he sabido soñar en grande. Si alguna vez pienso que me gustaría ganar la lotería, no pienso en esas loterías mundiales de miles de millones de dólares, sino en esas más provinciales, que alcanzan apenas para salir de deudas, librarse de los vecinos odiosos y darse el gusto de un solo viaje.

En el amor, mi ilusión, es exactamente la que no quiere Joaquín Sabina: un amor civilizado, con recibos, y escena del sofá, alguien que elija mi champú, con sólo la concesión de que se muera conmigo si me mato, y se mate conmigo si me muero.
Será por eso que cuando cojo la guitarra, no me imagino a mí mismo en un estadio repleto de gente que grita mi nombre repitiendo mis acordes en guitarras invisibles. En tales casos, pienso más en que soy ese sonido que suena desde una esquina de un pequeño local, pero que llega al corazón de los pocos que le prestan atención.

Una vez conocí a un ingeniero que se jactaba de haber estado en grandes proyectos, que sólo aceptaba un trabajo si la paga era buena. Lógicamente, esta persona no mostraba empatía alguna en su trabajo, y según él mismo decía, no estaba allí para hacer amigos. A mi siempre me causaba esa repulsión que me han causado desde entonces los mercenarios laborales, y lo comparaba con la forma en que he tratado de llevar mi carrera profesional, tratando siempre de aprender y preguntándome todas las noches si es que mi trabajo ha hecho la diferencia ese día, y si realmente he aportado algo a la meta durante esa jornada.

Será también por eso que en muchas películas que he visto, me he sentido más identificado con alguno de los personajes secundarios que con el héroe. El Neville Longbottom en La saga de Harry Potter, o (horror de horrores) el Hawkeye de los vengadores. Soy un tonto, prefiero el alma al ego, prefiero cuidar un jardín a gobernar un reino. Debe ser eso.

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