domingo, 20 de noviembre de 2016

La recepcionista del gimnasio


Varias veces ya he tratado de explicar a mi amiga Rosaly los motivos por los cuales ha sido despedida del gimnasio donde trabajó por casi tres meses. El problema es que el evento está aún muy cercano y ella todavía no está para escuchar razones, interrumpiendo mi explicación e insistiendo en historias de odios y envidias para justificar su despido. Yo, aunque no tengo nada que ver con su jefe ni conozco la historia de primera mano, llegué a ver lo suficiente para saber exactamente lo que pasó, de modo que ahora escribo la historia para que la pueda leer en calma y sacar sus propias conclusiones que le sirvan en futuras experiencias. El relato es este:

En principio me pareció mala idea aceptar ese trabajo como recepcionista y cuasi administradora en un gimnasio. Allí llega gente un poco rara, gente con baja autoestima o gente obsesiva, y siempre dudé de que mi amiga pudiera manejar todas las situaciones que sin duda se le iban a presentar. En efecto, ya en la primera semana tenía un nutrido anecdotario que compartir. Por otro lado está el propio aspecto físico de Rosaly. Ella no tiene una figura de súper modelo, pero tampoco llega a calificar como gorda ante la gente normal. Y ese es el problema. En un mismo día recibió miradas de odio de las clientas con sobrepeso por verla tan delgada, y de desprecio por parte de las más delgadas, quienes la calificaban de obesa mórbida.

Otra fuente de stress resultó ser la ubicación de las máquinas de ejercicios. Resulta que hay gente a la que le gusta que la vean por la ventana mientras hace ejercicio, mientras otros quieren hacerlo a escondidas del mundo, así que los pedidos de cambio de ubicación eran cosa de todos los días. Fue en esos días cuando yo intervine en la historia, cuando Rosaly me pidió ayuda para verificar la balanza de cortesía. Cuando llegué, a la hora en que también se comienza a llenar el gimnasio con las personas que salen del trabajo, lo primero que hice fue preguntar a qué se debían las quejas sobre la balanza. Como respuesta recibí una andanada de críticas totalmente dispares que me dejó confundido. Algunas clientas juraban y rejuraban que la balanza marcaba varios kilos demás, mientras otras ponían por testigo a la virgen de que la balanza marcaba kilos de menos, en todos los casos bajo la autorizada opinión “de la balanza que tengo en el baño de mi casa”. Mi sugerencia fue traer algunos objetos de peso conocido, como botellones de agua o pesas marcadas para verificar la realidad. La sorpresa no fue la comprobación de que la balanza funcionaba perfectamente, sino la reacción del corro de mujeres que afirmaba que yo estaba parcializado con el dueño del gimnasio, y que alteraba los pesos a propósito para mejorar el negocio. Ante tal estado de confusión, hice lo que suelo hacer (y que hacen aquellos que no tenemos el hábito de fumar) para despejar la mente y calmarme: Saqué una barra de chocolate de mi mochila y empecé a morder. En ese momento yo no sabía que eso era como mostrar un trapo rojo a un toro. En el acto casi se produce una batalla campal entre las que trataban de apoderarse de mi chocolate y las que gritaban al cielo que cómo era posible que trajera esa fuente de calorías y colesterol a un gimnasio.

Una vez calmado el tumulto, inmune a la experiencia, me atreví a comentar a Rosaly mi desacuerdo con la música ambiente. En mi opinión, como que el reggaetón no va con los ejercicios aeróbicos. Lo malo no fue lo desacertado de mi comentario, sino que Rosaly siguiera mi consejo a la tarde siguiente. El motín resultante fue otro clavo al ataúd de su empleo. La gota que colmó el vaso fue el carácter amable de mi amiga, quien ya había tomado confianza con algunas clientas, además de aquellas que ya conocía por vivir en el vecindario. Un simple saludo del tipo “Cuánto tiempo sin verla” o “Qué milagro que la veo por aquí” a la persona equivocada ocasionaron una queja a la gerencia, acusando a mi amiga de criticar a sus clientas diciendo que nunca iban al gimnasio. El gerente le explicó que en este tipo de negocios está prohibido cualquier frase que pudiera remotamente implicar que un cliente está gordo. Estas frases incluyen las “Cada día se le ve mejor” que puede ser interpretado como una alusión a una operación estética, y las variaciones del “Tengo hambre”, que son interpretadas como un “Tengo un metabolismo mejor que el tuyo y puedo comer lo que quiera”. Como sea, mi amiga fue invitada a retirarse del trabajo, con solo el consuelo de decir que fue “por mutuo acuerdo”.

Ahora que escribo la historia y está puesta en blanco y negro, espero que mi amiga pueda analizarla y entenderla para sus futuras experiencias laborales, y sobre todo, para que no vuelva a meterse en un sitio de esos sin comprobar que no se trata de una cueva de locos.

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