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miércoles, 12 de junio de 2013
El dueño de la pelota
¡Inge, cuéntese una de sus historias chistosas!
Yo nunca me opongo a contar una historia, aunque me queda siempre la impresión de que las historias no son realmente mías, y que yo soy, en el mejor de los casos, un espectador de primera fila. Pero, como dije alguna vez, no importa dónde esté, a mi alrededor ocurren “cosas” que puedo poner aquí para distracción de los visitantes a este blogcito. Esta es una que ocurrió y de la que fui testigo de excepción:
En una de las obras en las que estuve trabajando, a seis horas de la ciudad, y sin televisión, el principal problema por las noches para nuestro grupo era cómo pasar las noches sin aburrirnos en ese ambiente que solo parecía estar hecho para trabajar. Yo mataba el tiempo leyendo los libros más grandes que podía encontrar, pero había unos cuantos valientes que tenían la genial idea de jugar fulbito. No es que yo esté normalmente en contra del ejercicio físico, pero en ese campamento a 4300 metros de altura el fútbol no era definitivamente una de mis prioridades para pasar el rato. Así que durante todo ese tiempo me limitaba a ver desde la tribuna cómo mis compañeros jugaban entusiastamente durante tres minutos antes de caer exhaustos por la falta de oxígeno y eran reemplazados durante los siguientes tres minutos por otros compañeros.
Esto no disminuía el entusiasmo del grupo, y el juego de fulbito se hizo una costumbre que seguíamos una o dos veces por semana. Uno de los ingenieros del grupo era el más entusiasta, el que insistía en armar los equipos, quería siempre ser el capitán y el que gritaba a todos durante el partido cómo debían correr, a quién pasar la pelota y el que quería recibir la pelota para meter el gol. Uno de esos días en que me quedé en la oficina de obra, lo encontré revisando una página web de artículos deportivos. Apenas me vio, me mostró la imagen de la pelota que pensaba comprar para nuestro aguerrido equipo de fulbito. Si cada miembro del proyecto abonaba una módica suma, tendríamos una hermosa pelota para nuestros partidos. Por supuesto, él compraría y recogería la pelota. De nada sirvió que le ofreciera, junto con mis menos sinceras felicitaciones, una tarjeta prepago de teléfono a medio usar y un caramelo que completaba el valor de la cuota propuesta, al día siguiente fue a buscarme para recibir el dinero en efectivo, indicándome además que todos estaban de acuerdo con la propuesta y ya le habían entregado su cuota.
A las dos semanas, luego de su bajada a la ciudad, nos mostró orgulloso, en un tour por los sitios de trabajo de todo el proyecto, la nueva pelota, brillante y colorida, digna de nuestras mejores jugadas. Después de algunos botes en el piso para demostrar lo bien que rebotaba, fue dejada como trofeo sobre uno de los armarios de la oficina, en espera de su debut triunfal.
El debut triunfal sería al día siguiente, en un amistoso contra el área de recursos humanos, en el área de recreación de la empresa. Cuando yo legué, ya varios se me habían adelantado y, a falta de los equipos completos, se había empezado a jugar con los primeros que llegaron. El amistoso oficial fue reemplazado por una pichanga informal con los presentes. Teníamos equipo, pelota nueva y muchas ganas de divertirnos sanamente jugando fulbito, que al fin y al cabo era lo que todos queríamos. ¿Dije todos? Bueno, había una persona que tenía otros planes para el estreno del balón nuevo. Nuestro compañero, promotor y comprador de la pelota llegó tarde a la cancha, con camiseta y pantaloncillo nuevos, creyendo sin duda que la ocasión del estreno de la nueva pelota merecía también de su parte ropa nueva y brillante. ¿Por qué no hemos empezado el partido? Dijo al ver a los jugadores mezclados en uno y otro equipo. Paren el partido, vamos a empezar, gritó desde el borde de la cancha mientras se quitaba el buzo. Ya estamos jugando, se escuchó una voz perdida en el laberinto del partido. Al ver que nadie le hacía caso, ingresó a la cancha, tomó la pelota con las manos y suspendió manu militari el encuentro. Ahora sí vamos a formar los equipos - se le escuchó decir entre el coro de quejas. Todas las respuestas le cayeron al mismo tiempo como un bombardeo: Ya empezamos el partido, espera tu turno para jugar, para qué nos paras el partido, la pelota es de todos, no jorobes.
Todas las ilusiones y planes que se había hecho para el debut oficial de la nueva pelota se desvanecían a sus ojos: Un partido entre nuestra área y Recursos Humanos, su camiseta resplandeciente y él siendo como siempre pieza clave en la victoria, nada había salido de acuerdo a su grandioso plan. Pero no, esto no puede quedar así, no pueden romper mis sueños deportivos, habrá pensado nuestro amigo, cuando se reanudó el partido durante pocos segundos. Los pocos segundos que le tomó entrar de nuevo a la cancha, tomar la pelota nueva y retirarse sin decir palabra.
Todos quedamos tan sorprendidos que no hicimos nada por evitarlo y nos quedamos viendo como la pelota que todos habíamos pagado se fue con su verdadero propietario y nos dejó sin balón. El partido se terminó a duras penas, con una pelota viejísima que nos prestó el administrador de recreación de la empresa.
Al día siguiente, me encontré al frustrado jugador. Estaba a punto de lanzarle mis mejores ironías sobre lo sucedido anoche, pero el habló primero. Me explicó que estaba pasando por los sitios de todos los que habían colaborado para la compra de la pelota para devolver la cuota que cada uno había entregado. Su tono me dejó la clara sensación que ninguno de nosotros merecía usar un balón nuevo y tan bonito como el que había traído con su esfuerzo. Mi impresión se confirmó cuando me dijo que varios habían propuesto que ya que la pelota la habíamos pagado entre todos, la sortearíamos al final del proyecto para que se la lleve cualquiera. ¡Habrase visto semejante desvergüenza!
Lamentablemente no reaccioné a tiempo y acepté el dinero, impidiendo la posibilidad de quedarme aunque sea con una treintava parte de la pelota. Hasta hoy lamento haberme callado mientras veía alejarse a nuestro amigo convertido en lo que siempre había querido ser: Nada más y nada menos que el dueño de la pelota.
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