En los tiempos en que la ciencia estaba en manos de magos y místicos, florecía el noble oficio de la alquimia. Los alquimistas eran investigadores de las causas últimas de la vida. Estos eran con frecuencia gente que durante el día tenían oficios tales como la medicina, la herboristería o incuso la cocina, pero durante la noche se dedicaban a desentrañar los misterios de la vida y los elementos. Muchos eran atraídos por los secretos de la nobleza de los elementos, tratando de convertir el sucio, opaco y pesado plomo, en noble, magnífico y brillante oro, el más noble de los metales.
Esto hizo que algunos reyes conservaran a alquimistas dentro de sus cortes, con la esperanza de aumentar sus tesoros fácilmente. Pero los verdaderos alquimistas despreciaban el poder terreno. Además, el conocimiento de la transmutación metálica era peligroso para los reyes, pues si el más pobre de los metales podía ser transformado en el más precioso de los tesoros, entonces cualquier hombre tendría la oportunidad de convertirse también en un noble de sangre real. Por esto, cuando los reyes querían contratar a un alquimista, solo los más incapaces e inescrupulosos acudían al llamado, lo que dio muy mala fama a la profesión.
La idea de purificar los metales, desapareciendo la suciedad y dejando la brillantez aplicaba según los alquimistas tanto a la materia como a la carne, y mediante los secretos de la mezcla de los cuatro elementos primigenios, esperaban liberar al plomo de sus impurezas y a la carne de sus pecados, desapareciendo las enfermedades y removiendo la suciedad del pecado original, con lo que el hombre volvería a ser puro e inmortal, como lo fue antes de ser expulsado del paraíso. El material que habría de amalgamarse con aquello que de impuro condena al hombre y a las cosas a lo efímero y condenable, fue llamado desde entonces la piedra filosofal.
Como hemos visto, la búsqueda de tal material estaba intrínsecamente acompañada por una búsqueda de la espiritualidad, convertir a cualquier metal en oro y a cualquier hombre en inmortal era, pues, una amenaza tanto para los reyes como para la iglesia, por lo que los alquimistas fueron duramente perseguidos y muchos tuvieron que realizar sus actividades en secreto, y otros tuvieron que esconder sus hallazgos. Se dice que un alquimista judío logró encontrar el secreto de la vida en las sucias juderías de Praga, creando al ser llamado Golem. En cuanto a los que alcanzaron el éxito en la transmutación, guardaron celosamente el secreto, convencidos de que el ser humano no estaba aún preparado para tal conocimiento.
Es difícil incluso hoy conocer con exactitud el legado de los alquimistas, pues la persecución, el secreto y la traición de discípulos indignos han diluido el avance del conocimiento que lograron. Se sabe que mediante las leyes de la mezcla y la experimentación lograron obtener el mortero que se endurece con el agua, la forma de conservar los embutidos, y la margarina. Dentro de los secretos perdidos para siempre (o al menos, ocultos hasta hoy) se encuentran el vidrio irrompible, el procedimiento del bronce templado y la forma de ablandar las piedras y moldearlas para la construcción de edificios.
Tal vez existen aún los alquimistas, escondidos como personas normales con trabajos normales, comunicándose entre ellos con códigos secretos y logrando la transmutación y la liberación de las enfermedades y los pecados en pequeña escala. Tal vez los reconozcamos en aquellas personas de vida sencilla que comercian metales preciosos, o en aquellos que en conversaciones casuales dejan escapar recuerdos de hechos ocurridos en siglos pasados. Tal vez el resto de la ciencia es mentira y la verdad se halla en los cuatro elementos y los siete metales.
Ah, la magia...
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