sábado, 9 de noviembre de 2013

De gatos y humanos


Dentro de la eterna batalla entre perros y gatos, los gatos tienen cierta ventaja en cuanto a su consideración de los humanos. Los perros tienen a su favor la fidelidad, la obediencia y la demostración instantánea de afecto que es mover la cola. Los gatos, en cambio, tienen un carisma especial que no tienen los perros. Este carisma, contra lo que algún desavisado pudiera pensar, proviene en gran parte del desconocimiento. Con los perros, el dueño conoce la vida y los movimientos: Sabe dónde duerme, dónde pasea y con quién sale a jugar. Los gatos, por el contrario, tienen una vida privada que cuidan celosamente: Comen, pasean y se divierten sin pedir permiso del dueño, sin culpas ni remordimientos, usando la casa solo como lugar de descanso.

El dueño solo conoce al gato en sus momentos de descanso, acurrucado en un sillón. Los humanos creen entonces que son dueños de un animal flojo y perezoso, desconociendo totalmente su verdadera vida, la que transcurre allá afuera. Sobre todo, el mayor error que comete el dueño es ese: cree que es su dueño. El gato en realidad no pertenece a nadie sino a sí mismo, y no tiene que rendir cuentas a los humanos. Cuando un perro escapa un día, volverá al siguiente con el rabo entre las piernas y las orejas gachas. Un gato puede desaparecer por varios días y regresará sin pedir disculpas e indiferente a los reclamos humanos. Es tal vez por eso que a las mujeres les gustan los gatos y a los hombres les gustan los perros. Los hombres quieren a alguien que les obedezca sin discutir y las mujeres quieren a alguien independiente. Aunque las mujeres digan que los hombres son unos perros, preferirán al gato que las trata como aquel antiguo amante.

Y los hombres cuentan o imaginan las aventuras felinas con chismosa admiración. Las siete vidas, el caer de pie, son leyendas creadas por la envidia del hombre hacia la condición felina, que es la más cercana al hombre en carácter y manías. Una vez en un trabajo, estaba en una fábrica donde la dueña del comedor tenía una gata, a la veíamos siempre merodeando en busca de algo de comida que cayera de algún plato o la que los comensales tuvieran a bien darle. Era esta gata de vez en cuando tema de conversación entre los trabajadores. Yo por mi parte vigilaba al llegar que la gata estuviera rondando por allí, no sea que haya terminado primero en la olla y después en mi plato, disfrazada de estofado. Un día que no la encontramos esperándonos a la hora del almuerzo preguntamos por ella a la dueña. – Ya no para mucho por aquí porque está de amores con un gato – me dijo. Al instante empezó la búsqueda de más datos, cómo ha sido eso, dónde lo conoció, qué andan haciendo. Es que la gata no era una gata sucia y de malas pulgas, sino más bien una gata bien presentada que supongo debía verse atractiva a los ojos gatos. Con inocultable orgullo, la dueña nos contaba que había aparecido en el vecindario un gato muy lindo, todo blanco y de ojos azules, y que ahora andaba con ella por todos lados. - ¡Chapó su gringo la gata! - Fue el comentario unánime.
En efecto, a los pocos días tuvimos oportunidad de verlo, una vez que el gato vino al comedor a buscar a su gata. Era en realidad como nos habían contado, un gato gringo de ojos azules, acompañando a la gata nativa de color borroso. A los pocos días volvimos a ver a la gata sola en el comedor. La dueña, ante la avalancha de preguntas, accedió al fin a contarnos que el gato había pasado un par de noches apasionadas con la gata y después de eso ya no había vuelto a buscarla. – ¡Igual que los humanos! – le dijimos. – No, no es igual - nos replicó – Lo que pasa es que para los gatos el acto de amor es doloroso, y si la gata vuelve a encontrar al gato lo agarra a golpes y arañazos – Igual que los humanos – le respondimos a coro.

Nuevamente pasaron algunas semanas, el gato blanco de ojos azules no volvió a ser visto por los alrededores, pero descubrimos que el choque y fuga con el gato gringo no había dejado de tener consecuencias. Por el comedor empezaron a rondar cuatro o cinco gatitos muy bonitos de color borroso y ojos azules, hijos de la gata residente, huérfanos de un padre, que seguramente no volverá a aparecerse jamás, para no sufrir una golpiza y verse obligado a casarse y pasar una pensión a los frutos de la unión gatuna.
Al poco los gatitos también desaparecieron del comedor dejando a una madre resignada. La dueña insistía en que los había regalado, aunque a mí no dejaba de parecerme sospechoso que ese día precisamente hayan servido estofado en el comedor.

Por alguna razón, cada vez que cuento esta historia a quienes gustan de mis tonterías, mis oyentes creen que estoy disfrazando una historia ocurrida a alguien, a la hija de la cocinera o qué sé yo, sin poder creer que esta historia en realidad pasó casi tal cual la cuento. Como reacción, cada vez que cuento esta historia se vuelve más antropomórfica y menos gatuna. Algún día, tal vez la termine contando como la historia de la bella joven que conoció a un gringo que la abandonó dejándola embarazada. Que no me digan después que el animal más cercano al hombre no son los gatos.

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