Algo que ignora la mayoría de la gente que trabaja en esta ciudad, es la abundancia de entierros antiguos (llamados “huacas”) que había antes de que el progreso los derribara y construyera edificios sobre ellos. Por eso hoy son comunes las historias de fantasmas y duendes en las modernas oficinas del distrito financiero. Esta es una de ellas.
Era este un edificio nuevo, con pisos dedicados al coworking, en donde me tocó trabajar durante un tiempo. Como suele suceder con los recién llegados, me asignaron el sitio que nadie quería. No había razón aparente para ello, no estaba mal iluminado, ni molestaba el viento que llegaba de la máquina de aire acondicionado, incluso tenía una buena vista de la oficina y del exterior, pero había algo en la actitud del resto del personal al verme trabajando allí, y sobre todo, al acercarse a mi sitio.
Mi primera semana allí transcurrió sin ningún incidente más allá de lo normal para alguien que recién se adapta a la manera de trabajar en una empresa. Un día, descubrí la falta de un engrapador que usaba para mis papeles. Mi primera reacción fue pensar que alguien que lo necesitaba lo había cogido y no lo volvió a poner en su lugar. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que no tenía vecinos de sitio. El primer día me explicaron que poco a poco se iba a integrar más gente al proyecto, pero nada había pasado, y mi sitio estaba un tanto aislado del resto de la gente. El engrapador apareció a los dos días en uno de los sitios libres, en un lugar donde ya había buscado. El hecho me molestó un poco, por lo que pensaba era una falta de educación de los compañeros de trabajo, pero no le di más vueltas al asunto.
A la siguiente semana, el caso se volvió a repetir, esta vez con unas tijeras. Ya ofuscado, descubrí que no era lo único que faltaba. También faltaba la mitad de los clips que tenía en un pequeño contenedor de plástico transparente. En la siguiente reunión de trabajo, me atreví a mencionar el tema. No me molesta compartir los útiles de oficina, dije, pero por lo menos que avisen y no los saquen sin permiso. Recibí como respuesta un silencio que indicaba que los demás sabían algo que yo no. Solo el jefe principal dijo que todos en la oficina eran profesionales y que esas cosas no pasaban aquí.
Mi siguiente sospecha fue la señora que hacía la limpieza de la oficina. Cuando hablé con ella, dispuesto a reclamarle, me miró con cara de extrañeza. - ¿Cómo? ¿Usted no sabía? - me dijo. - Hay duendes aquí, en la oficina. Por un momento, repasé todo lo que recordaba sobre los duendes que me han dicho alguna vez, con el fin de refutarla y decirle que todo eran excusas para eludir su responsabilidad. Los duendes son criaturas del campo, no se mezclan con computadoras y máquinas de café. Pero también toda esta zona era campo hace solo unas décadas, no sé exactamente sobre qué se ha construido este edificio. - ¿Alguien ha visto al duende acaso? Pregunté. - Yo no lo he visto, pero el guardián sí, y me ha dicho que en las cámaras le han captado su sombra, pero tienen orden de no decir nada.
Por mucho que me considere un incrédulo, y que estemos en el siglo XXI, tuve que admitir que todo tenía sentido en ese momento. El que nadie quiera el sitio donde estaba, la política de no quedarse más allá de la hora por ningún motivo, y la actitud sospechosa de todo el personal. La versión del duende era la teoría más lógica.
Con todo, preferí buscar una confirmación. Fui donde el trabajador más antiguo del proyecto, y le pregunté directamente. ¿Hay duendes aquí? Su respuesta no fue una negación, sino un pedido de confirmación: ¿Qué? ¿Lo has visto? A continuación me confió la verdad que me habían estado ocultando. La zona que me habían asignado para trabajar era el lugar donde se había visto al duende varias veces. Incluso la persona que había estado allí antes que yo, se había quejado de eso, y pedido el cambio de ubicación, pero como se lo negaron, prefirió renunciar.
Desde ese día, aún tratando de negarme a mí mismo la existencia de tales cosas, me descubrí en un estado de alerta constante. Guardaba todo bajo llave al irme para evitar que mis cosas continúen desapareciendo, volteaba instintivamente ante cualquier ruido, y me parecía captar sombras furtivas con el rabillo del ojo, sobre todo cuando se acercaba el crepúsculo. Me di cuenta de que no podía trabajar así indefinidamente. Tenía que encontrar una solución o enfrentar a la posibilidad de renunciar en aras de mi salud mental.
Recordé entonces una costumbre que me enseñaron en una mina en donde enfrentaban el mismo problema: dejé en la mesa vecina, aún desocupada, un caramelo. Por unos días la situación no atravesó ningún cambio, hasta que una tarde descubrí que el caramelo había desaparecido. Por las dudas consulté con la señora de la limpieza, que me aseguró que nadie, y menos ella, había cogido la golosina.
Tomada esa precaución, las cosas se han calmado un poco. Los útiles de oficina ya no desaparecen, y las sombras furtivas ya no causan inquietud, en tanto haya siempre un caramelo en una esquina de la mesa.
Hasta que llegó el día en que la presión del trabajo y una fecha límite hizo que un grupo nos tuviéramos que quedar en la oficina hasta terminar un documento. Todo el grupo trabajó ese día a marchas forzadas, en la esperanza de terminar antes de que se hiciera de noche. Al retirarse el resto del personal, todos insistieron en que yo tomara un sitio que había dejado libre uno de los que pudo salir a la hora, para evitar que nadie fuera a mi sitio. Con todo, me vi en la necesidad de recoger unos papeles de mi sitio. Nadie me quiso acompañar. Cuando llegué, volteé instintivamente hacia donde había dejado el caramelo. Vi una pequeña figura de color oscuro, con lo que parecían ropas sucias, cogiendo el caramelo. Ambos nos quedamos paralizados, mirándonos el uno al otro por una fracción de segundo, y luego la figura desapareció con rapidez.
Desde el otro lado de la oficina alguien me vio detenerme con los papeles en la mano, y cuando llegué con el resto del grupo, me preguntaron qué había pasado, y dije que no era nada. Claramente nadie me creyó, pero tampoco nadie volvió a mencionar el suceso. El resto de la jornada me vi repitiéndome a mi mismo que había sido un ratón, y apurando el trabajo, para no quedarnos allí más de lo necesario.
Desde ese día, nadie me pregunta por los caramelos que llevo al trabajo, nadie me pide tampoco que se los invite ni pregunta por qué los tengo si no los como nunca. Nadie se acerca a mi sitio a menos que sea realmente necesario y por el mínimo de tiempo, y he notado que todos me tienen miedo ahora. Tal vez tenga que renunciar, tal vez los demás piensen que deben despedirme, ya que no quieren trabajar conmigo. Solo un trabajador nuevo, que duró pocos días, me preguntó si de casualidad tenía en mi mesa un feo duende de cerámica.
Muy impresionante. Un beso
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