jueves, 29 de mayo de 2025

Leyendas peruanas: El torito de Pucará



En los primeros años de la dominación española en el Perú, los nativos se sorprendían al ver los animales que traían los extranjeros. Caballos, gallinas, carneros y bueyes eran mirados con asombro y se les atribuían cualidades mágicas, como es el caso de la historia que voy a contar hoy. 

En el pueblo de Pupuja, en lo que es hoy el sur del Perú, había una sequía que secó los cultivos de toda la zona. Esta sequía duró tanto que secó los pozos más grandes y profundos. La población se reunió para deliberar lo que había que hacer ante esta catástrofe. 
- Los dioses nos han abandonado - dijo uno de los campesinos - el cura ha dicho que su dios nos castiga por ofrendar al Inti y a los Apus. 
- El sol aún nos alumbra desde lo alto, y las montañas siguen en su sitio - dijo otro - Los dioses no abandonan a su gente, es este dios extraño el que les molesta. 
- El dios Cristo es poderoso, y ha tomado posesión del rayo y de las nubes. Dicen que al Curaca Quispe Tupac del valle de Sicuani, le envió un rayo por negarse a ir a la iglesia de los Viracochas (gente blanca). 
El más anciano de la reunión, Aquije, tomó la palabra, y todos callaron para escucharlo. - Pachacámac no nos ha abandonado, él es el dios de todo, y el dios Cristo es su igual. Es a él a quien debemos ofrendar. 
- Pero ¿Qué habremos de llevar como ofrenda? Las llamas, habas y coca que hemos llevado antes no han servido de nada para atraer las lluvias - dijo el hijo del curaca. 
- Ofrendaremos el toro que ha nacido este año en el pueblo, es animal noble y fuerte, sin duda será del agrado de Pachacámac - fue la respuesta. 

El animal en cuestión era un vivaz becerro, el primero que había en Pupuja, nacido de una pareja de vacunos traídos por frailes franciscanos, y que ayudaba a labrar las tierras vecinas a la pequeña iglesia que no tenía mucho de construida en el pueblo. El sacerdote, que afirmaba que Dios era Pachacamac, con el fin de captar las ofrendas del pueblo, no pudo discurrir a tiempo una razón para negarse, y tuvo que acceder al pedido de todo el pueblo que fue a agolparse a la puerta de la capilla. 

Una vez en posesión del torito, el siguiente problema fue decidir cómo llevar el pequeño toro a la montaña que cuidaba el pueblo, pues los sacrificios al dios Pachacámac deben hacerse en el lugar más cerca al cielo, y esta era la montaña tutelar, la que había que escalar, pues no había camino, y menos para un torito que solo conocía los pastos del valle. Alguien mencionó el nombre de Urco, el joven más fuerte y hábil del pueblo, como el único capaz de llevar a cabo esta tarea, y todos estuvieron de acuerdo. Urco tomó la elección con esa tranquilidad que la gentes blancas confunden con mansedumbre, y se dio a la tarea de atrapar al torito, maniatarlo con cuerdas y envolverlo en mantas para ponerlo en su espalda como hacen las madres andinas con sus hijos. 

Así preparado, Urco empezó la escalada llevando al toro en su espalda. El recorrido no fue nada fácil, pero sabía que era esta la última oportunidad antes de que la sequía los deje sin alimentos ni agua. Cada vez que miraba hacia abajo, aún podía ver al pueblo reunido en la falda de la montaña, observando atento su progreso. Con mucho esfuerzo, pues el toro no dejaba de moverse tratando de escapar, logró llegar a la cumbre, en donde un pequeño escalón permitía tener espacio para preparar la ofrenda. 
Al descargar al torito, este trató de escapar, a pesar de que el espacio apenas permitía dar unos pasos antes de caer al vacío. Urco se vio en problemas, pues el sacrificio debía prepararse extendiendo su manta y colocando allí las hojas de coca, y los productos de la tierra, además de tener que encender el fuego, y esto no sería posible con el torito corriendo de un lado a otro. Urco trató de atrapar al toro antes de que este cayera al abismo, pero el toro lo esquivó, aunque en el intento chocó sus cuernos contra una roca. La roca hizo un sonido extraño ante el impacto, como si estuviera hueca. El toro, mientras tanto, seguía corriendo, hasta que golpeó nuevamente con sus cuernos la roca. Esta vez la roca se partió y dejó escapar un fuerte chorro de agua. El toro, cansado, empezó a beber la fresca agua que brotaba y que se convirtió en un puquio, o arroyo, que bajó por la pendiente hasta el pueblo. Los habitantes que aún miraban desde abajo observaron maravillados cómo bajaba el agua salvadora y estallaron en gritos de júbilo, al ver la salvación del pueblo y sus cosechas. 

Urco pudo calmar al pequeño torito y pudo bajarlo nuevamente al pueblo, perdonando su vida en gratitud por el servicio prestado. Pachacamac, sin duda, intermedió para que el torito encuentre el agua, por lo que hizo el sacrificio solamente con los otros vegetales que había llevado. Desde entonces, Urco fue considerado por esta hazaña como el salvador del pueblo, y el torito fue considerado un heraldo de la prosperidad. En su honor, la comunidad empezó a hacer figuras de arcilla del toro para atraer la buena fortuna. Estas figuras representan al toro adornado para el sacrificio, con sus cuernos cortos y con la lengua afuera que tenía al beber el agua del puquio. De Pupuja, estas esculturas pasaron al vecino pueblo de Pucará, que era el centro de comercio de la zona, y de allí se esparcieron a todo el sur del Perú, con el nombre de Toritos de Pucará. 

Hasta hoy se colocan figuras del torito en la parte más alta de las casas para atraer la prosperidad, junto a la cruz de los cristianos para recordar tanto a Cristo como a Pachacámac. Es una ocasión especial cuando se levanta una casa, colocar este toro. Tiene un agujero en su lomo que simboliza la fertilidad, un asa que representa la unión entre hombres y mujeres en matrimonio, y los ojos muy abiertos que nos recuerdan la importancia de estar atento a nuestro alrededor. El toro está también adornado en su lomo, con adornos en espiral que representan las vueltas de la vida, en espera de que todo lo que se da, regresará en algún momento. Así lo he encontrado en lo alto de muchas casas en el Cuzco y Puno. 

También es muy popular tenerlo en el interior en donde son atractivos sus vivos colores, rojo, azul, negro o blanco, que representan el tipo de protección que se quiere para el hogar.

jueves, 15 de mayo de 2025

El reloj



En casa hay un reloj, de esos tan antiguos que ya nadie recuerda cómo llegó a la pared, tal vez una enrevesada cadena de herencias lo dejó allí, a falta de un mejor lugar, tal vez a la espera de que se defina su real propietario. Sé que en algún tiempo estuvo en un vestíbulo de un hotel de provincia que algún pariente tenía, o administraba. Tampoco se ha conservado el dato de si estaba allí en préstamo, propiedad, o en simple espera de un lugar mejor en donde colocarlo. El caso es que ahora está en una de nuestras paredes, enorme, y desentonando un poco con el moderno mobiliario que hoy habita la sala. 

Es que el reloj es una enorme caja de madera tallada, con una puerta que deja ver el péndulo a través de un vidrio. La cara del reloj está en números romanos y pequeñas inscripciones en letras góticas acreditan a su fabricante. El caso es que el reloj no deja de ocasionar cierta incomodidad. Ya la humanidad ha perdido la costumbre de darle cuerda cada cierto tiempo, desechando este rito por repetitivo y anticuado, sin caer en la cuenta de que es el mismo rito que les hace conectar a la corriente el smartphone. Por eso, es frecuente verlo detenido por falta de atención y de cuerda. Además, ya no se estila escuchar los sonidos del reloj, y el efecto que este causa en las personas. 

Durante el día, los sonidos cotidianos ahogan o distraen de su sonido, pero en las noches, o incluso en la tranquilidad de un fin de semana, puede escucharse al tiempo que pasa a través de él. Los segundos tienen un sonido grave y casi ominoso, y la regularidad de su campana que marca los cuartos, las medias horas y las horas pueden sorprender al visitante casual. Afortunadamente, las campanadas no suenan muy fuerte, o al menos así nos parece a quienes vivimos en este mundo que se ha vuelto tan estruendoso. Cuando llegan visitas, los niños quedan fascinados ante la extraña máquina y esperan a escuchar las campanas que suenan a pasado. Alguna vez un visitante comparó su sonido con campanas tibetanas usadas para la meditación. 

Ahora, tener un reloj en la sala nos parece un anacronismo, pues la vida nos ha rodeado de relojes: los celulares, los microondas, el televisor y hasta la refrigeradora tienen relojes luminosos, y ya ni siquiera se estila llevar un reloj en la pulsera. Sin embargo, este antiguo reloj parece marcar un tiempo diferente al de todos estos sustitutos modernos. Cuando uno lo observa, el tiempo parece correr más despacio, y el sonido de su maquinaria parece tomarse su tiempo para marcar cada segundo. El mueble en el que está montado también le da un carácter de importancia antigua, que recuerda todos los segundos, minutos y horas que ha sobrevivido, viendo a la gente detenerse, apurarse, esperar o simplemente pasar el rato. Tal vez por eso es que cuando se le agota la cuerda emite un sonido raro, como si quisiera decir “Ya no puedo más”. 

Tiempo ha pasado desde sus días de gloria. La vida se ha vuelto desde entonces más rápida, y los relojes que nos rodean nos gobiernan: hay que ir al trabajo, tienes una cita, despierta de tu sueño, tu taxi llegará en 3 minutos. Pero este antiguo reloj no buscaba gobernar al hombre, era simplemente un testigo del tiempo que pasaba. No te ordenaba levantarte, simplemente decía la hora, sin insistir, ni recordarte las citas con treinta, diez, y cinco minutos de anticipación. Pero algo ha quedado de los tiempos pasados en el reloj. En una noche tranquila, uno puede apagar la música, y prestar atención al sonido del segundero. Con un poco de concentración, el reloj se convierte en una máquina del tiempo y se podrá ver una sala de enormes cortinas y muebles tallados, alumbrado por candelabros. Hasta se puede oler la cera sobre los pisos cubiertos con largas tablas de madera y sentir el aroma de un pequeño fogón de carbón que cocina una leche fresca que se servirá en una vajilla de porcelana decorada con dibujos azules. 

 Hoy toca darle cuerda al viejo reloj. Y no puedo hacerlo sin dejar de pensar que, aunque el tiempo es fugaz, a veces hay que darle tiempo al tiempo.

lunes, 5 de mayo de 2025

Fábula tonta


Era una noche clara y sin nubes. Un tonto, un estúpido y un soñador salieron a pasear al bosque. 
El tonto vio la luna llena reflejada en un charco y quedó maravillado creyendo que tenía a la luna al alcance de su mano. 
Cuando el estúpido la vio, pateó el agua, sintiéndose poderoso al creer que había derrotado a la luna. 
El soñador, al desaparecer el charco, levantó la mirada y vio la luna, hermosa y brillante en el cielo. Siguió caminando sin apartar la mirada hasta que resbaló en otro charco, se cayó y arruinó toda su ropa. 
El estúpido se rió al verlo, el tonto se quedó pensando si había valido la pena, y el soñador se levantó y se fue pensando si esta historia tenía alguna moraleja.
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