domingo, 11 de diciembre de 2022

Leyendas peruanas: El Tuturutu



Quien haya ido a Arequipa, la reconocerá como una de las ciudades más hermosas del Perú, y se sorprenderá al ver en el centro de la Plaza de Armas una pileta coronada por una figura de un pequeño tocando una corneta. Sobre esta figura, conocida como el “Tuturutu”, hay varias historias y leyendas. Esta es la más maravillosa de todas. 

Allá por el año 1735, al Obispo Juan Cavero y Toledo le pareció que la floreciente ciudad merecía una pileta ornamental que la embellezca, para lo cual encargó a un artista de la ciudad el diseño y la fundición de tal pileta. La idea, la verdad, no despertó demasiado entusiasmo en la población, que pensaba que había problemas mucho más graves que resolver antes de estar pensando en obras de arte.

En efecto, la gente se quejaba con cada vez mayor frecuencia de una plaga de duendes que alteraba el normal desenvolvimiento de la ciudad. Los duendes, como se sabe, tienen afición por las cosas brillantes, y escondían joyas, tijeras y cuchillos ante la desesperación de los dueños, y había noticias de intentos de llevarse a los niños de sus cunas. Ante estas quejas, la respuesta del obispo había sido hasta el momento muy tibia. Había tratado de explicar en una de sus homilías que los duendes eran las almas de los niños que habían muerto sin recibir el sacramento del bautismo, y había instado a los pobladores a llevar a los recién nacidos a la iglesia para recibir el agua bautismal. Esto no era suficiente para los arequipeños, porque no resolvía el problema inmediato, que era el cómo deshacerse de los duendes. 

Mientras tanto, el obispo acudía cada pocos días al taller del fundidor para verificar el avance de la pileta encargada, para aprobar los adornos y el ángel que coronaría la pileta. Cada vez que visitaba el taller, el obispo salía contrariado por el poco avance de la obra, y pedía explicación para tal demora. El fundidor insistía en que la plaga de duendes no le dejaba trabajar, y que había un duende que le escondía continuamente las herramientas, impidiendo su trabajo. Esto retrasaba además el trabajo del ángel que coronaba la pileta, pues el fundidor pensaba usar como modelo a su pequeño hijo, y al llevarlo al taller, el duende se le había aparecido más de una vez, al grado que ni su hijo ni su esposa querían poner un pie en el taller otra vez. Al obispo le parecía esto una burda disculpa para justificar el retraso y las pocas ganas de trabajar. Le ordenó que, si no podía usar a su hijo como modelo, pues que busque otro en la ciudad. El resultado fue el mismo. Los niños que llegaban al taller salían espantados al poco tiempo por las apariciones del duende que los jalaba de los pies, y con los padres yendo a quejarse al obispo por permitir que tal cosa ocurriera. 

La ciudad fue cayendo poco a poco en estado de conmoción. Eran comunes los reportes de tropezones con obstáculos inexistentes, artefactos que aparecían en los lugares menos pensados, y canastas de bebés que aparecían lejos de donde los dejaban sus padres. Solo entonces el obispo empezó a tomar algunas medidas. Con algunos ayudantes, empezó a visitar algunas casas, armado de agua bendita y un libro de ensalmos traído de España, para, con la ayuda del poder de Dios, echar a los duendes y tranquilizar a sus habitantes. Esto era un paliativo que no solucionaba el problema principal, pues los duendes, al ser expulsados, buscaban una de las casas vecinas para seguir haciendo sus travesuras. 

En uno de esos recorridos, pasó por la casa del fundidor, al que encontró tratando de trepar al árbol que se encontraba en su entrada, y en donde podía verse en una de las ramas más altas, unas pinzas de fundidor. Al ser consultado por el avance de la obra, le respondió que los padres del último niño que había ido para modelar el ángel se negaban a traerlo de nuevo, diciendo que el niño había regresado hablando del “hombre chiquito” que lo llamaba a jugar afuera, y que lo jalaba del brazo para llevarlo. 

El obispo, a estas alturas, ya no sabía qué creer, así que decidió quedarse un rato en el taller para ver el trabajo. Al poco rato, el obispo quedó petrificado al ver al duende tratar de jalar su propia cadena de oro. El ayudante del obispo se levantó y tiró de las ropas del fundidor para advertirlo, señalando a la pequeña figura de un color verde terroso prendido de la cadena del obispo. El fundidor, ya harto de las molestias, saltó rápidamente con un formón en la mano, y logró coger al duende de la oreja. El duende empezó a lanzar unos gritos horrorosos, mientras el obispo y su ayudante se quedaban paralizados. Sin saber cómo, el duende cogió una corneta dejada por uno de los niños que había estado antes y empezó a soplar. Todos cayeron en la cuenta de que el duende estaba llamando a sus compañeros ante el ataque. 
No había tiempo que perder antes de verse con una verdadera invasión de duendes, así que el fundidor hizo lo único que se le ocurrió: arrojó al duende en el balde de yeso que tenía listo para hacer el modelo y lo sumergió completamente allí. Así lo tuvo mientras el obispo se recuperaba del susto, con la asistencia de su ayudante. 

Allí estuvieron todos un par de horas más mientras el obispo recorría la casa rezando nerviosamente los ensalmos que liberaban al taller y a toda la casa de la presencia de los duendes. Al verificar el balde de yeso, este ya se había endurecido y el cuerpo del duende se había convertido en polvo, dejando su forma en el yeso sólido. El obispo decidió que ya tenían la solución a los problemas de duendes y también al de la pileta. Acordó con el fundidor que la figura de yeso serviría de molde para la figura que colocarían en lo alto de la pileta. Así los duendes reconocerían la forma de uno de los suyos y sabrían lo que les pasaría si seguían molestando a los habitantes de la ciudad. 

Al narrar la historia y la conclusión en el púlpito del siguiente domingo, la multitud rompió en vítores y todos se mostraron dispuestos a hacer donaciones para completar el material con el que la pileta quedaría lista lo antes posible. Al poco tiempo, la pileta fue inaugurada en el centro de la plaza, y los incidentes con los duendes disminuyeron hasta desaparecer. 

Durante un tiempo, los arequipeños insistían en escuchar de vez en cuando al duende que trataba de hacer sonar la corneta para llamar a sus amigos, y por eso llamaron a la figura el “Tuturutu”, pero incluso aquello pasó con el tiempo, y solo quedó el nombre con el que los habitantes de Arequipa lo conocen hasta hoy.

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