miércoles, 14 de octubre de 2020

Los tres Budas


A lo largo de mi vida laboral, nunca he sido de los que llenan de adornos el escritorio. En realidad, la mayor parte de las veces mi trabajo implica estar fuera de la oficina la mitad del tiempo, y en un ambiente en donde la gente entra y sale constantemente, por eso quien pasara por mi sitio de trabajo vería solo la computadora y dos rumas de papeles, quizá una taza de agua. Solo recuerdo haber puesto una vez un pequeño árbol de navidad una vez que me convencieron de participar en un concurso de decoración navideña. Por eso es que esta historia es tan especial. 
Mi último trabajo era un proyecto importante, en donde todos los días había gente que se integraba al esfuerzo, mientras otros se retiraban, cumplida su labor. Del mismo modo, la gente cambiaba de ubicación, cambiando de sede o de lugar dentro del mismo edificio. Mi área entonces estaba lo suficientemente organizada como para pelear por una buena ubicación cuando nos mudaron la segunda vez, en un sitio en donde se preveía que nos quedaríamos aún varios meses. Así, mientras nosotros éramos casi una constante en el edificio, nuestros vecinos de piso cambiaban cada pocas semanas. Uno de esos grupos volátiles que pasó por nuestra vecindad fue el de algunos técnicos extranjeros y el personal de apoyo nativo. Dentro de estos últimos estaba una joven que se distinguió desde el primer momento por sus ganas y por tener una eterna sonrisa en el rostro. Ella fue la que como señal de posesión colocó en su mesa de trabajo tres figuras de cerámica. 

Desde el primer día las tres figuras de artesanía atrajeron la atención. Eran tres figuras que representaban a Buda en tres distintas posiciones, con tez de color cacao y trajes de diferentes colores, que al verlas inspiraban inmediatamente una sonrisa. No eran especialmente artísticos, para nada un adorno de lujo, pero había algo en ellos. Yo normalmente no creo en amuletos o cosas por el estilo, pero tenía que reconocer que tales figuras tenían una buena vibra que se contagiaba a toda la oficina. Eran además un tema de conversación para aquellos que pasaban casualmente. Como todos, le pregunté a la dueña sobre el origen de los tres pequeños budas,seguro de obtener una buena historia, pero no supo decirme mucho. Me contó que se los habían traído como recuerdo de la India, que inicialmente eran cuatro, pero uno de ellos se rompió. Estoy seguro que había una historia, pero ella no era consciente de ello, y por eso no era capaz de articularla para contármela. 
Yo, por mi parte, pensaba que cuatro budas era antinatural. Los prodigios, tal como me ha enseñado la vida, vienen en grupos de tres. Si se había roto una cuarta figura, era porque así debía ser para lograr el número perfecto. Esto servía además para que los visitantes casuales los equipararan a las figuras de los tres monitos que se cubren la boca, los ojos y los oídos. 

La dueña de los tres budas, quien pronto se hizo amiga de nuestro equipo, también salía de su sitio con cierta frecuencia, y me encargaba echarles un ojo mientras ella estaba ausente. Ya había sorprendido a alguien tratando de llevarse las figuras, según me contó. Y para mí eso era perfectamente creíble y además justificable. Sé que mucha gente cree que un amuleto no debe ser comprado, y que solo funciona si es obtenido como obsequio o robado. Yo mismo veía cuando, en ausencia de la chica, alguna persona se acercaba a su mesa para contemplar a los tres budas, con manos que se contenían para no tomarlos y salir corriendo. Yo levantaba la vista para hacer notar que las figuras no estaban desprotegidas, y solo entonces me preguntaban de quién eran y dónde los había conseguido, antes de seguir su camino. 
Los tres budas eran objetos codiciados. Había quien le advertía a la chica que se cuidara del personal de limpieza que se quedaba después de la jornada de trabajo, o que por seguridad los guardara y pusiera bajo llave los fines de semana, especialmente los feriados largos. 

Mientras tanto el proyecto seguía su marcha, y todos sabíamos que en algún momento se mudarían de sitio. Después de un tiempo, nuestra área reclamó las mesas vecinas, que hasta ese momento habían sido usadas como “hot spots” o lugares de paso, y nuestra amiga fue notificada que tendría que mudarse a otro lugar. En ese momento ella no sabía exactamente cuál sería su nueva ubicación y tenía miedo de que en la mudanza los budas sufrieran algún daño. Fue así como me ofrecí a darles asilo en mi propia mesa, a lo que ella accedió gustosa. Demás está decir que era lo que yo había estado esperando. Desde entonces fue a mi mesa a la que se acercaban los transeúntes curiosos a preguntar sobre los tres budas. No faltaba quien me propusiera tenerlos en caso de que la dueña no regresara por ellos. 

Tener a los tres budas en mi mesa se convirtió en una responsabilidad. Por primera vez tenía un adorno propiamente dicho en mi mesa, al que tenía que cuidar de no atropellar con los papeles y archivadores que atiborraban mi mesa, y al que tenía que guardar en mi cajonera cuando llegaba un feriado largo. Ganas me dieron de llevármelos a mi casa para que pasaran al menos un fin de semana trayendo algo de suerte, pero rechacé la idea ante el peligro de que se quedaran allí definitivamente. Además, la dueña pasaba de vez en cuando por mi sitio para verificar que estuvieran bien y contentos. Ella compartía ahora un lugar en el mismo piso, en donde estaba un día sí y otro no, por lo que los budas aún estaban mejor conmigo. No negaré que guardaba la esperanza de que la movieran definitivamente de sitio y no pudiera regresar por ellos, y los tres budas quedaran para siempre en mi posesión. 

Pasadas las semanas, los cambios en el personal del proyecto se volvieron más frecuentes. Yo logré mantenerme dentro del equipo de trabajo, aunque con otro puesto, algo en lo que la intervención de los budas fue sospechada, aunque no confirmada. El nuevo puesto implicaba un cambio a otra sede del proyecto, y por unos días tuve dos sitios de trabajo al mismo tiempo. Conseguí una caja grande para todos mis papeles y envolví a los budas en papel, antes de ponerlos en una bolsa, hasta que consideré que era suficiente prevención para el traslado. Mi plan era llevarlos personalmente para evitar cualquier riesgo. La dueña no había venido desde hacía casi dos semanas, pero cuando apareció, lo primero que hizo fue preguntar por mí, al ver mi mesa vacía. Al día siguiente no me quedó más que portarme como una persona decente, e ir a buscarla con la bolsita con los tres budas. No estaba molesta con mi actitud, aunque sí algo ansiosa. Le entregué la bolsa con los preciados budas y le agradecí el préstamo, la protección y las buenas vibras por el par de meses en que estuvieron en mi poder. Al final le di un abrazo que resultó ser más sincero de lo que yo mismo había esperado. 

 El sitio de trabajo de mi amiga todavía era tan inestable como cuando me dejó los budas, así que nunca volvieron a ser vistos en alguna mesa del edificio o del proyecto. Imagino que al final se los llevó de regreso a su casa, y luego de terminar el proyecto la siguen acompañando en su siguiente trabajo, porque en lo que restaba del proyecto no pude conversar con ella más allá del saludo y después de salir no la he visto desde entonces. Es por esto que, pasado suficiente tiempo, puedo contar esta historia de cuando tuve tres pequeños protectores en mi lugar de trabajo, los tres budas que fueron la envidia de toda una oficina.

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