miércoles, 15 de enero de 2020

La cueva del silencio


En uno de mis viajes, me hablaron de la sala del silencio. Era este un sitio dentro de una cueva en donde todo sonido se apagaba, al punto que era imposible de soportar. La persona que me habló de este lugar me contaba la historia.

No se sabe quién la descubrió. Cuando era niño ya era conocida y los mayores prohibían entrar a las cavernas cercanas al pueblo. Por eso mismo, en la escuela solían retarse a entrar a la cueva y llegar, después de una larga caminata, a una especie de claro entre todas las estalactitas, con espacio para cuatro o cinco personas sentadas. Dentro de todos los sitios que escondía la caverna, este era reconocible porque de pronto todas las voces se deformaban y se apagaban, y los gritos se escuchaban solo a un par de metros. Una vez allí, empezaba el reto. Se sentaban todos en silencio y esperaban al primero en levantarse.

Lo primero que sentían era una especie de zumbido instintivo, como cuando alguien sale de un sitio muy ruidoso. Cuando el oído se acostumbraba al silencio, era una experiencia increíble, estar allí sin escuchar nada y tener la sensación de haber detenido el tiempo de alguna manera. Solo el olor de los musgos que cubrían las paredes, y que servía de amortiguador de todos los sonidos, les daba alguna evidencia de que seguían vivos y no se habían convertido en fantasmas. A los pocos minutos de un silencio opresivo, buscaban un sonido en cualquier parte, en la respiración de los demás, en las corrientes de agua de los pasadizos cercanos, incluso en la esperanza de que la luz de las linternas que llevaban haga algún sonido que les ayude a resistir. Pronto todos luchaban contra la tentación de hablar, de carraspear, de hacer algo que produjera algún ruido. Algunos se cubrían los oídos con las manos, como si el silencio pudiera amortiguarse como se amortigua un ruido estruendoso. El reto ya no era por resistir, sino por mantener la cordura en un silencio que les hacía temer que se habían quedado sordos para siempre.

De pronto, el primero en abandonar el reto gritaba, incapaz de soportar el silencio. Pero incluso los gritos sonaban allí apagados y las palabras se tornaban ininteligibles en la sala. Al menos para aquellos que quedaban era un respiro del silencio de la caverna, y pasaba un rato más, nadie sabía cuánto, pues el silencio hacía perder el sentido del tiempo, hasta que otro saliera corriendo aterrorizado. Hubo casos en que los muchachos se perdían en el camino de regreso, víctimas de la desorientación que ocasionaba la falta de ruidos. Quienes se quedaban hasta el final, necesitaban ayuda para salir, el efecto del silencio duraba varios días en que los muchachos sentían mareos, desorientación y la urgencia de gritar. Los padres se quejaban entonces y prohibían nuevamente las excursiones a la cueva, que hacía a sus hijos incapaces de soportar el silencio.

En efecto, no se supo nunca de nadie que haya podido estar más de una vez en la sala del silencio. Solo se supo de uno que intentó hacerlo, y tan pronto como su voz empezó a deformarse en las cercanías, abandonó todo y salió corriendo, presa de un colapso nervioso que duró mucho en ceder. Fue entonces cuando las autoridades del pueblo quisieron cerrar la entrada a la caverna, a pesar de que ya la caverna se estaba convirtiendo en un atractivo turístico. Al final, se quitaron con pico las estalactitas y se quemaron los musgos de las paredes para eliminar las propiedades acústicas del sitio. No lo lograron totalmente, pero ya no se volvieron a repetir esos episodios.

Así emprendimos la visita a lo que quedaba de la sala del silencio, con la previsión de llevar audífonos y el celular con música almacenada para el momento en que el silencio se hiciera insoportable. El camino era algo más difícil de lo que me habían dicho, había ríos subterráneos y pendientes resbalosas, y en el techo podían adivinarse los murciélagos que infestaban toda la caverna. Inscripciones en las paredes que encontraba aquí y allá me hacían desconfiar de todo lo que me habían contado.
Después de casi una hora, mi guía dijo de pronto: “Aquí es”. El sitio no me pareció diferente a todos los que habíamos pasado, una especie de salón formado por las paredes de la cueva, con un suelo barroso. Solo la ausencia de estalactitas lo diferenciaba, además de otro detalle que me hizo notar mi guía. No había huellas de murciélagos. Pero la voz no sonaba deformada, también podía escuchar claramente el sonido de mi ropa al moverme. Es que tienes que encontrar el punto exacto, me dijo mi guía. Empecé a dar vueltas por todo el sitio y ya estaba pensando en que toda esa historia era una leyenda o una trampa para cobrarme por la excursión, cuando todos los sonidos se apagaron. Me quedé inmóvil en mi sitio por la sorpresa. Instintivamente moví mis brazos y aspiré profundamente, temeroso de haber perdido todos mis sentidos. Era cierto, un silencio aplastante me aisló del mundo en un momento. Traté de gritar, pero ningún sonido salió de mi boca, de repente me pareció haber perdido todo contacto con el mundo, como si hubiera muerto sin abandonar mi cuerpo. En mi estado de confusión, no pude ponerme los audífonos y caí desmayado.

Cuando recuperé el sentido, mi guía me había arrastrado fuera de la sala y me estaba dando una infusión relajante que traía en un termo. Cuando la sala estaba completa era mucho peor, me explicaba. Solo entonces comprendí lo peligroso que había sido y las precauciones de quienes decían que ese sitio conducía a la locura. No he vuelto a entrar en una cueva desde entonces, y los lugares cerrados y silenciosos me provocan cierta aprensión. Como me dijeron en el pueblo, soy un superviviente del silencio.

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