martes, 26 de septiembre de 2017

La historia del Rey Midas


En el tiempo en que los dioses aún se dejaban ver por la gente, vivía Midas. Era este un joven pastor que sobrellevaba su pobreza con dificultades, y que soñaba con el golpe de suerte que le diera la riqueza y la felicidad. Un día llegó al pueblo diciendo que los dioses habían concedido su deseo. La gente que le conocía no le hizo mayor caso, pensando que era esta una nueva manera de llamar la atención, acostumbrados a los falsos ciegos y a aquellos que contaban historias fantásticas a cambio de alguna moneda.

Cansado de gritar sin que nadie le prestara atención, tocó con sus manos un vellocino de oveja de un pastor que pasaba y lo convirtió en oro. En pocos minutos ya había una muchedumbre contemplando el prodigio. Midas trató de empezar a contar la extraña historia de cómo un dios le concedió el poder de convertir en oro todo lo que tocara. Pero nadie parecía querer escuchar el relato, todos se agolpaban exigiendo nuevas demostraciones del maravilloso don.

Al atardecer, todo el pueblo estaba en la plaza, festejando a Midas. Los ancianos sabios decretaron que ese poder lo hacía acreedor al título de rey. A la mañana siguiente, ya estaba Midas instalado en el palacio con una corona en la sien. Su responsabilidad real, le explicaron, era compartir sus dones con su pueblo convirtiendo en oro las posesiones de sus habitantes. Con ese oro, decían, incluso ese pobre pueblo podría convertirse en una potencia y conquistar a toda Grecia.

Esa mañana aparecieron los parientes de Midas: tíos, primos y toda clase de parientes que jamás había visto llegaron para reclamar derechos familiares cargando toda clase de objetos que Midas no se negaría – decían – a convertir en oro. También llegaron viejos amigos, vecinos y antiguos amores que Midas no lograba recordar a pesar de todos sus esfuerzos. Asesorado por los sabios, Midas los despidió sin recibirlos. Amigos y parientes rechazados se unieron para decir a quien pudiera escucharlos que los dioses habían cometido un error dando dones a quien no lo merecía, que Midas se había corrompido por su nuevo poder, y que tal vez esos eran poderes malignos que condenarían al pueblo con su riqueza maldita.

Eran tantas las emociones recibidas en tan poco tiempo, que Midas no podía detenerse a pensar. Por todos lados y en todo momento aparecía alguien queriendo ofrecer un objeto que transformar, gente que quería aconsejarlo a cambio de la riqueza que a él tan poco le costaba, sin dejarlo siquiera un instante a solas y en calma.

Así llegó el mediodía y unos criados que no conocía le anunciaron que debía estar en el gran banquete en su honor que daría a todo el pueblo. Midas se vio arrastrado a una enorme mesa llena de gente, con todos esperando que pruebe el primer bocado para iniciar el banquete. Midas cogió un pedazo de carne y vio con horror cómo se convertía en oro antes de llegar a su boca. El líquido de una copa se solidificaba en sus labios, los alimentos se tornaban duros e incomibles, pero nadie parecía darse cuenta, todos comían, festejaban y tomaban cuanto Midas tocaba, celebrando la riqueza y haciendo planes de conquista amparados en el nuevo poder económico.

Midas trató de llamar la atención del pueblo, y pedir ayuda para solucionar el problema de su alimentación, pero nadie lo dejaba hablar, los sabios decían que era un problema menor, y que podrían ocupase de eso después, ya que habían asuntos de mayor importancia. El rey, le dijeron, debía escoger una esposa que lo acompañe, quien le dé una descendencia que tal vez pudiera heredar el áureo don, y que al final heredaría sus riquezas a su muerte. Al instante se presentaron las más bellas hijas de las mejores familias del pueblo esperando la real elección. Por un momento Midas olvidó el hambre y la sed, y maravillado escogió una de ellas, la más hermosa mujer que había visto en su vida. Ven conmigo, le dijo tomándola de la mano. Todo el pueblo vio entonces horrorizado a la muchacha convertirse en una estatua dorada. El rey quiso decretar en ese instante que toda persona se aleje al menos cuatro pasos de él, y que se conserve en palacio la estatua, como recordatorio de lo peligroso de su poder. La primera orden no fue necesaria, ya todos se habían alejado diez pasos, y la segunda orden fue desoída inmediatamente, cuando la familia de la muchacha se llevó la estatua diciendo que el oro calmaría la pena de la pérdida.

Confundido y asustado, Midas vio a todos los del pueblo formar una muralla frente a él, el más viejo de los ancianos le explicó lo peligroso de su don, y que por su propia seguridad y la de todo el pueblo, se le encerraría en un calabozo cargado de cadenas, con solo el consejo del reino autorizado a darle los objetos que debía convertir en oro.

Lo único que pensaba Midas era en lo feliz que había sido siendo un pobre pastor, que podía al menos comer su mísera comida. Avanzó sin importarle nada hacia el bosque buscando a su rebaño abandonado, dejando en el camino unas cuantas estatuas de oro, alguna columna y varios árboles de oro. Nadie se atrevió a seguir las huellas doradas que iba dejando.

Aunque nadie volvió a ver jamás al rey Midas, y aunque se aceptó en ese tiempo que murió de hambre y sed al no poder alimentarse, todavía se dice en el pueblo que pudo recuperar la normalidad, pero vivió escondido el resto de su vida. Durante mucho tiempo se encontraron pepitas de oro en el río donde llevaba su rebaño de ovejas, y hay aún quien afirma haber encontrado un vellocino de oro en lo profundo del bosque.

Cuentan desde entonces que fue el rey Midas el primero que dijo que la riqueza no da la felicidad.

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