lunes, 13 de febrero de 2017

Adopta un peluche


Todos los años, en estas fechas, se incrementa el comercio de regalos por el día de los enamorados, y a la semana siguiente, los botes de basura se llenan de los restos de estos regalos: papeles de regalo, cajas de chocolates vacías, flores marchitas. Para gente como yo, que busca simbolismo en todo, estas cosas me hacen pensar si es que el regalo dura más que el sentimiento. ¿Cuántos amores se habrán marchitado antes que las flores? ¿Realmente valía la pena aquello que venía envuelto en papel de regalo? Tal vez si, tal vez no. El que la mayoría de los regalos por San Valentín tengan una vida efímera debería decirnos algo. Pero para cada mayoría existe una minoría correspondiente, y en este caso son los muñecos de peluche. Estos son más duraderos, y como descubrió una de mis amistades, más difíciles de desechar.

El caso es que un día aparecieron en su habitación dos peluches. Ella, que nunca había sido muy afecta a estos muñecos, se sintió extrañada al principio, hasta que pudo hablar con su hermana mayor al siguiente día. Sí, los peluches eran de ella, que había terminado con su enamorado y estaba en proceso de deshacerse de todo cuanto le recordara a él. Los muñecos no eran feos, así que aceptó quedárselos. Al fin al cabo, en ese tiempo era menor y no había tenido nunca a nadie que le hiciera este tipo de regalos.
Poco a poco se fue encariñado con uno de los peluches, lo que molestaba a su hermana cada vez que visitaba su habitación, así que una noche en que estaba especialmente sensible, lo escondió en su mochila del colegio. Así fue como inopinadamente, sus compañeras de clase vieron el peluche y pidieron la historia, creyendo que tenía un enamorado. Cuando contó la historia real, hubo un murmullo de incredulidad que fue disminuyendo hasta que sus amigas aceptaron la verdad. Entonces ocurrió otro fenómeno. Algunas compañeras decidieron hacer lo mismo y donarle sus propios peluches, símbolos de amores rotos. Al cabo de pocos meses la habitación de mi amiga estaba llena de peluches regalados, a quienes llamaba “mis huerfanitos”, nombre muy propio para los juguetes abandonados por una pareja que se separa.

Ya en la universidad, seguía siendo conocida como la que adoptaba peluches que quedaban sin hogar. Algunos de ellos eran de jóvenes que al crecer decidían deshacerse de sus juguetes infantiles, pero la gran mayoría seguía siendo producto de rompimientos amorosos.

La colección en ese tiempo ya había rebasado su habitación e invadido la sala y el cuarto de su hermana mayor, que para entonces ya había abandonado el hogar paterno, cuando tuvo que afrontar la decisión que muchos habían augurado desde hacía tiempo. Esta vez los peluches rechazados eran suyos. Ella era ahora quien tenía muñecos de peluche que le recordaban a quien ya no quería. Y su enamorado, al ver la colección, había sido generoso regalando bellos peluches. Fue entonces que inició su tradición anual de regalar peluches.
La primera vez llevó una gran bolsa llena de peluches a un barrio pobre como parte de una actividad social de un grupo del que formaba parte. Los niños estaban felices y no les importaba el hecho de que muchos de ellos tenían un corazón con frases del tipo “Te amo”. Pero los peluches le seguían llegando. En ese tiempo fue en que la conocí. Al ver en su casa la variopinta colección le pedí que me contara alguna de las historias detrás de los peluches. Pero ella no conocía ninguna. Los que regalan un peluche no quieren hablar de ello, me explicó. El regalar implica deshacerse de los recuerdos, quemar una etapa. Si no los recibiera terminarían en la basura. Apenas podía decirme algunas cosas. Este oso me lo dio una amiga cuando su compañera de cuarto se mudó y lo dejó abandonado, este me lo dio una mujer que no conocía, simplemente se acercó a mi, me preguntó si era yo quien adoptaba peluches y me lo entregó, este me lo dio una amiga, pero solo me dijo “tú ya sabes por qué te lo estoy dando”. Todos los peluches son huérfanos, y yo les doy asilo, fue la explicación.

Conversando con ella, llegamos a la idea de que pondría un aviso en el trabajo anunciando la campaña “Adopta un peluche”. El día designado llegó con su enorme bolsa de muñecos y encontró un nuevo hogar para casi todos. El más grande, un oso que podía sentarse en un sillón como si fuera una persona, lo llevó solo por foto, pero también encontró un nuevo dueño. A instancias de ella, también recibí un pato, un perro y un oso, que no duraron mucho antes de ser adoptados igualmente por niños que llegaron a mi casa y se fueron felices con su regalo. Desde entonces he recibido también en calidad de asilo un par de peluches abandonados, los que he vuelto a regalar poco después. Nada como mi amiga, que sigue hasta el día de hoy recibiendo y buscando hogar a peluches huérfanos y que por más que lo intenta, no puede vaciar su casa.

Esta es la historia de San Valentín de este año. No sé si es una historia de amor, es más bien una historia de segundas oportunidades. Y todos nos merecemos una.

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