Varias veces ya he tratado de explicar a mi amiga Rosaly los
motivos por los cuales ha sido despedida del gimnasio donde trabajó por casi
tres meses. El problema es que el evento está aún muy cercano y ella todavía no
está para escuchar razones, interrumpiendo mi explicación e insistiendo en
historias de odios y envidias para justificar su despido. Yo, aunque no tengo
nada que ver con su jefe ni conozco la historia de primera mano, llegué a ver
lo suficiente para saber exactamente lo que pasó, de modo que ahora escribo la
historia para que la pueda leer en calma y sacar sus propias conclusiones que
le sirvan en futuras experiencias. El relato es este:
En principio me pareció mala idea aceptar ese trabajo como
recepcionista y cuasi administradora en un gimnasio. Allí llega gente un poco
rara, gente con baja autoestima o gente obsesiva, y siempre dudé de que mi
amiga pudiera manejar todas las situaciones que sin duda se le iban a
presentar. En efecto, ya en la primera semana tenía un nutrido anecdotario que
compartir. Por otro lado está el propio aspecto físico de Rosaly. Ella no tiene
una figura de súper modelo, pero tampoco llega a calificar como gorda ante la
gente normal. Y ese es el problema. En un mismo día recibió miradas de odio de
las clientas con sobrepeso por verla tan delgada, y de desprecio por parte de
las más delgadas, quienes la calificaban de obesa mórbida.
Otra fuente de stress resultó ser la ubicación de las
máquinas de ejercicios. Resulta que hay gente a la que le gusta que la vean por
la ventana mientras hace ejercicio, mientras otros quieren hacerlo a escondidas
del mundo, así que los pedidos de cambio de ubicación eran cosa de todos los
días. Fue en esos días cuando yo intervine en la historia, cuando Rosaly me
pidió ayuda para verificar la balanza de cortesía. Cuando llegué, a la hora en
que también se comienza a llenar el gimnasio con las personas que salen del
trabajo, lo primero que hice fue preguntar a qué se debían las quejas sobre la
balanza. Como respuesta recibí una andanada de críticas totalmente dispares que
me dejó confundido. Algunas clientas juraban y rejuraban que la balanza marcaba
varios kilos demás, mientras otras ponían por testigo a la virgen de que la
balanza marcaba kilos de menos, en todos los casos bajo la autorizada opinión
“de la balanza que tengo en el baño de mi casa”. Mi sugerencia fue traer
algunos objetos de peso conocido, como botellones de agua o pesas marcadas para
verificar la realidad. La sorpresa no fue la comprobación de que la balanza
funcionaba perfectamente, sino la reacción del corro de mujeres que afirmaba
que yo estaba parcializado con el dueño del gimnasio, y que alteraba los pesos
a propósito para mejorar el negocio. Ante tal estado de confusión, hice lo que
suelo hacer (y que hacen aquellos que no tenemos el hábito de fumar) para
despejar la mente y calmarme: Saqué una barra de chocolate de mi mochila y
empecé a morder. En ese momento yo no sabía que eso era como mostrar un trapo
rojo a un toro. En el acto casi se produce una batalla campal entre las que
trataban de apoderarse de mi chocolate y las que gritaban al cielo que cómo era
posible que trajera esa fuente de calorías y colesterol a un gimnasio.
Una vez calmado el tumulto, inmune a la experiencia, me
atreví a comentar a Rosaly mi desacuerdo con la música ambiente. En mi opinión,
como que el reggaetón no va con los ejercicios aeróbicos. Lo malo no fue lo
desacertado de mi comentario, sino que Rosaly siguiera mi consejo a la tarde
siguiente. El motín resultante fue otro clavo al ataúd de su empleo. La gota
que colmó el vaso fue el carácter amable de mi amiga, quien ya había tomado
confianza con algunas clientas, además de aquellas que ya conocía por vivir en
el vecindario. Un simple saludo del tipo “Cuánto tiempo sin verla” o “Qué
milagro que la veo por aquí” a la persona equivocada ocasionaron una queja a la
gerencia, acusando a mi amiga de criticar a sus clientas diciendo que nunca
iban al gimnasio. El gerente le explicó que en este tipo de negocios está
prohibido cualquier frase que pudiera remotamente implicar que un cliente está
gordo. Estas frases incluyen las “Cada día se le ve mejor” que puede ser
interpretado como una alusión a una operación estética, y las variaciones del “Tengo
hambre”, que son interpretadas como un “Tengo un metabolismo
mejor que el tuyo y puedo comer lo que quiera”. Como sea, mi amiga fue invitada
a retirarse del trabajo, con solo el consuelo de decir que fue “por mutuo
acuerdo”.
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