Ya llegó
diciembre, hora de ponerme a pensar en todo lo que he hecho este año para ver
si el balance está en rojo o en azul, de preguntar a mis contactos en el área
de logística cómo está viniendo este año la canasta navideña, y de poner en mi
sitio ese arbolito coqueto que es la envidia del resto de la oficina.
También es
la época de otras actividades menos agradables. A la hora de la decoración de
la oficina, tengo que ayudar y dar el ejemplo de decorar el ambiente con
motivos navideños. Siendo aún tan temprano en el mes creo que todavía no me
invade el espíritu navideño, pues la mayoría de los adornos me parecen
terriblemente cursis. Lo peor es que me debo abstener de comentarios en voz muy
alta, pues sé quién los ha comprado y no me voy a ganar ese enemigo a estas
alturas, sobre todo debo cuidar lo que comente en mis emails, no me vaya a
suceder lo de hace dos años, cuando le dieron reenviar a ese famoso correo.
Aquí veo
también las diferencias entre la gente al abordar las costumbres navideñas. Los
nacimientos andinos con llamitas de cerámica y gruta de papel conviven con el
árbol navideño de luces LED, el pan guagua traído directamente de la sierra y
la corona de adviento que me inculcaron desde el tiempo en que estudiaba alemán.
En esta
época empieza también la fiebre de buscar pasajes para que cada uno vuelva a la
tierra que le vio nacer, y los menos a darse unas mini vacaciones en algún
destino turístico. Como todos los años descubrimos que ese ingeniero que todo el
año presume de ser moderno, cosmopolita y acriollado, en realidad viene de un
pueblito en las alturas de la sierra a varias horas en mula de la civilización.
También ha
llegado la temporada de organizar el juego del amigo secreto. En vista del
éxito del año pasado, en que nadie sabía a quién le tocaba el prójimo, y el
intercambio de amigos llegó a mínimos históricos, se ha decidido que este año
lo organice otra persona, alguien menos dedicado y más sobornable. Y a
diferencia del año pasado, esta vez me toca alguien uno de esos que nadie
quiere, con lo que mi posibilidad de intercambio es también casi nula. Mi única
opción es buscar un regalo que le diga con ironía lo que siento por él, y a la vez, que
parezca bien intencionado, tal vez un disco de reggaetones navideños, un muñeco
funko pop de Tyrion Lannister o algo por el estilo. Al final me decido por una
corbata con estampado del demonio de Tasmania, que estoy seguro que apreciará,
pues el captar indirectas nunca ha sido su fuerte.
Llega ahora
uno de los días claves del mes: el día en que nos abonan la gratificación de
fin de año. No necesito preguntar cuándo depositan, porque sé que cuando sea el
momento recibiré al menos cinco correos y otros tantos mensajes de WhatsApp
informándome antes de diez minutos. Aun si no recibiera estos mensajes, me enteraré
por todos los que aparecen mágicamente para ofrecerme rifas, regalos hechos a
mano, dulces, boletos para polladas, juguetes, panetones, vinos y un largo etcétera
dentro y a la salida de la oficina, todos con la consigna de que la
gratificación no debe salir del edificio. Demasiado tarde, pues la mía ya la he
gastado antes y el dinero solo me va a servir para tapar huecos.
El resto
de la semana recibo los comentarios de aquellos que se adelantaron a recoger la
canasta navideña. A mi pregunta de qué tal está este año, me responden que no
es necesario pedir un taxi ni ayuda para llevarla, pues con una persona es más
que sobrado. Aún así, el jefe nos dice que como nos ha ido este año, nos
sintamos alegres de recibir al menos eso.
Al llegar
a mi casa, me detengo ante el nacimiento y le digo en tono de confianza al Niño
Jesús: No crezcas nunca, yo sé lo que te digo.