Es que el reloj es una enorme caja de madera tallada, con una puerta que deja ver el péndulo a través de un vidrio. La cara del reloj está en números romanos y pequeñas inscripciones en letras góticas acreditan a su fabricante.
El caso es que el reloj no deja de ocasionar cierta incomodidad. Ya la humanidad ha perdido la costumbre de darle cuerda cada cierto tiempo, desechando este rito por repetitivo y anticuado, sin caer en la cuenta de que es el mismo rito que les hace conectar a la corriente el smartphone. Por eso, es frecuente verlo detenido por falta de atención y de cuerda. Además, ya no se estila escuchar los sonidos del reloj, y el efecto que este causa en las personas.
Durante el día, los sonidos cotidianos ahogan o distraen de su sonido, pero en las noches, o incluso en la tranquilidad de un fin de semana, puede escucharse al tiempo que pasa a través de él. Los segundos tienen un sonido grave y casi ominoso, y la regularidad de su campana que marca los cuartos, las medias horas y las horas pueden sorprender al visitante casual. Afortunadamente, las campanadas no suenan muy fuerte, o al menos así nos parece a quienes vivimos en este mundo que se ha vuelto tan estruendoso. Cuando llegan visitas, los niños quedan fascinados ante la extraña máquina y esperan a escuchar las campanas que suenan a pasado. Alguna vez un visitante comparó su sonido con campanas tibetanas usadas para la meditación.
Ahora, tener un reloj en la sala nos parece un anacronismo, pues la vida nos ha rodeado de relojes: los celulares, los microondas, el televisor y hasta la refrigeradora tienen relojes luminosos, y ya ni siquiera se estila llevar un reloj en la pulsera. Sin embargo, este antiguo reloj parece marcar un tiempo diferente al de todos estos sustitutos modernos. Cuando uno lo observa, el tiempo parece correr más despacio, y el sonido de su maquinaria parece tomarse su tiempo para marcar cada segundo. El mueble en el que está montado también le da un carácter de importancia antigua, que recuerda todos los segundos, minutos y horas que ha sobrevivido, viendo a la gente detenerse, apurarse, esperar o simplemente pasar el rato. Tal vez por eso es que cuando se le agota la cuerda emite un sonido raro, como si quisiera decir “Ya no puedo más”.
Tiempo ha pasado desde sus días de gloria. La vida se ha vuelto desde entonces más rápida, y los relojes que nos rodean nos gobiernan: hay que ir al trabajo, tienes una cita, despierta de tu sueño, tu taxi llegará en 3 minutos. Pero este antiguo reloj no buscaba gobernar al hombre, era simplemente un testigo del tiempo que pasaba. No te ordenaba levantarte, simplemente decía la hora, sin insistir, ni recordarte las citas con treinta, diez, y cinco minutos de anticipación.
Pero algo ha quedado de los tiempos pasados en el reloj. En una noche tranquila, uno puede apagar la música, y prestar atención al sonido del segundero. Con un poco de concentración, el reloj se convierte en una máquina del tiempo y se podrá ver una sala de enormes cortinas y muebles tallados, alumbrado por candelabros. Hasta se puede oler la cera sobre los pisos cubiertos con largas tablas de madera y sentir el aroma de un pequeño fogón de carbón que cocina una leche fresca que se servirá en una vajilla de porcelana decorada con dibujos azules.
Hoy toca darle cuerda al viejo reloj. Y no puedo hacerlo sin dejar de pensar que, aunque el tiempo es fugaz, a veces hay que darle tiempo al tiempo.