jueves, 29 de octubre de 2020

Leyendas peruanas: Sarah Ellen



Para la historia de miedo este año, voy a contar una que ocurrió en mi pueblo, y de la que incluso puedo decir que formé parte. Como tal, la contaré no como se cuenta en libros, periódicos y sitios de internet, sino como yo la viví, que fue más o menos así: 

En 1993, yo estaba sufriendo para pasar los cursos de la universidad a la que asistía en Lima, pero regresaba con cierta frecuencia a mi ciudad natal de Pisco. No era un viaje especialmente difícil, unas cuatro horas en bus, a recargar energías en la playa, y a visitar a la familia. En un viaje en ese año, encontré la ciudad en estado de agitación. En las calles podía verse mucha gente llevando una cadena en el cuello con una cruz de hierro como dije. Cuando encontré a uno de mis primos con esa moda, no perdí tiempo en preguntarle la razón, y fue así como tomé contacto con la historia de Sarah Ellen. 

En febrero de ese año, en un programa de televisión de una de las cadenas latinas de Estados Unidos (nadie me supo siquiera decir con seguridad cuál era) se emitió la historia de una mujer acusada de brujería que fue ejecutada en Inglaterra, y a quien negaron sepultura en su ciudad. Su esposo cargó con el cadáver en un barco, y fue de puerto en puerto buscando un sitio en donde le permitieran enterrarla. Así llegó al puerto de Pisco en 1913, en donde aceptaron enterrarla en el cementerio que en ese entonces marcaba el límite de la ciudad. La condición para aceptarla fue que en la lapida no se consignara su apellido, para que el demonio no pudiera encontrarla. El cementerio en ese entonces era nuevo, así que la tumba no estaba lejos de la puerta principal, y yo debo haber pasado muchas veces por allí antes, sin que esa tumba me llamara la atención más que cualquiera de los nichos de ese pabellón, lleno de lápidas antiguas. Se decía que algunos jóvenes de vez en cuando visitaban esa tumba y hacían invocaciones al demonio en ciertas noches especiales, según me enteré después. 

Volviendo al programa de televisión que puso en ascuas a toda la ciudad, allí se dijo que Sarah Ellen había jurado venganza cuando se cumplieran 80 años de su muerte, fecha que se cumpliría en junio de ese mismo año. El tema era la comidilla de toda la ciudad, y una tienda en la plaza empezó a vender las mencionadas cruces de hierro, que aseguraba el vendedor, protegería a su portador de la demoníaca venganza. Cuando llegué a Pisco, ya no solo se vendían libremente las cruces, sino también frascos de agua bendita, y un kit anti demonios, que consistía en la susodicha cruz, una estaca de madera y un martillo para enfrentarse a los vampiros cuerpo a cuerpo. ¿Mencioné que para entonces ya Sarah Ellen se había convertido en una mujer vampiro amante del mismísimo Conde Drácula? 

Al poco tiempo de mi regreso, la noticia llegó a los diarios de la capital. De pronto, se hacían reportajes sobre el tema, y especialistas de lo oculto daban su versión en los programas periodísticos. El cementerio de Pisco se volvió de repente en un lugar turístico, al punto que la municipalidad tuvo que poner vigilantes para evitar daños a la lápida, pues entre los visitantes había también quienes querían destruir la tumba. En Pisco y en Lima no parecía hablarse de otra cosa, olvidándose los problemas políticos del momento, lo que motivó a más de uno a pensar que se trataba de un esfuerzo del gobierno para distraer a la gente de sus problemas. 
Un par de reportajes serios encontraron en el municipio pisqueño la partida de defunción de Sarah Ellen Roberts, nacida en Inglaterra y fallecida en Pisco a causa de una enfermedad al corazón. Nadie le prestó atención a este dato, ya se sabe que la verdad es aburrida y no da rating ni tema de conversación. 

El clímax de la historia se dio la noche en que se cumplirían los 80 años de la muerte de Sarah Ellen y su anunciada resurrección, trayendo muerte y venganza a su paso. Una muchedumbre se dio cita en el cementerio aguardando la medianoche. En primera fila estaban brujos, chamanes, astrólogos, todos ellos haciendo rituales de purificación y de defensa contra el propio demonio que vendría a sacar a Sarah Ellen de su tumba para cumplir con la vampírica profecía. Todos los canales de televisión interrumpieron su programación para transmitir en directo el evento, con el reloj en cuenta regresiva a la medianoche, comentaristas y narradores. 
Se especulaba qué ocurriría en ese momento. Uno decía que la señal sería un rayo desde el cielo, en una ciudad en donde jamás antes ha caído uno, otro afirmaba que la tierra se abriría para dejar salir a Sarah Ellen triunfante sobre sus verdugos. Todo el país observaba expectante: 4...3...2...1. En el momento cumbre, pasó lo que en realidad tenía que pasar… Nada. 
En ese momento toda la concurrencia, hasta entonces en silencio, estalló en júbilo. Los ritos de los chamanes habían tenido éxito y habían impedido el regreso de Sarah Ellen desde el mundo de los muertos. Como suele suceder en mi pueblo, y en mi país, todo terminó en fiesta, con gente abrazándose y felicitándose por haber evitado el fin del mundo. 

Poco a poco, la vida retomó su habitual transcurrir, y la gente volvió a ocuparse de sus propios asuntos. La tumba de Sarah Ellen siguió siendo un lugar turístico, con un pisqueño siempre dispuesto a contar esta historia. Años después, el terremoto de 2007 destruyó gran parte del cementerio de Pisco, dejando el pabellón donde se encontraba la tumba en peligro. La municipalidad decidió derribarlo, pero se encontró con oposición de la gente del pueblo. Al final, se derribó en pabellón, pero la tumba de Sarah Ellen fue retirada de su nicho para colocarla en un pequeño mausoleo, en donde se encuentra hasta hoy. 

El visitante que llegue al cementerio de Pisco ahora verá el sencillo mausoleo con flores y algunas placas agradeciendo favores concedidos, tal vez vea a alguien rezando por su alma y pidiendo su intercesión para la obtención de algún favor o incluso un milagro. Es que así es la vida en el pueblo de Pisco, donde un vampiro puede convertirse en santo, si se le da un poco de tiempo.

sábado, 24 de octubre de 2020

El amor es como la electrólisis


Dentro de todas las definiciones del amor convertidas en metáfora, hay una que me dejó pensando. Me la dio un viejo profesor de química, una persona de quien ninguno de los compañeros de la universidad esperaba que conociera temas de este tipo. El amor es como la electrólisis - nos dijo una vez que la clase se tornaba aburrida y él aprovechaba para divagar – existen dos electrodos, que no son más que dos trozos de metal de los que hay muchos en el mundo. Pero hay una solución líquida entre ellos, que les aporta electrones y cargas eléctricas. Cuando esta solución, tan parecida al amor, los conecta a los dos, se cierra el circuito y se genera una reacción química. Y esta reacción genera electricidad. Un electrodo da algo de sí al otro, y recibe a cambio electricidad. Esto es la electrólisis. Si la reacción es buena, es decir, se los metales son puros y la solución líquida es buena, se generará mucha energía. ¿Y ustedes, jóvenes, todavía tienen electrones que aportar a la reacción? Porque la solución se gasta y ya no puede mantener la reacción, la solución y los electrodos ya dieron todo lo que podían dar y así la reacción muere. Igual que el amor.

miércoles, 14 de octubre de 2020

Los tres Budas


A lo largo de mi vida laboral, nunca he sido de los que llenan de adornos el escritorio. En realidad, la mayor parte de las veces mi trabajo implica estar fuera de la oficina la mitad del tiempo, y en un ambiente en donde la gente entra y sale constantemente, por eso quien pasara por mi sitio de trabajo vería solo la computadora y dos rumas de papeles, quizá una taza de agua. Solo recuerdo haber puesto una vez un pequeño árbol de navidad una vez que me convencieron de participar en un concurso de decoración navideña. Por eso es que esta historia es tan especial. 
Mi último trabajo era un proyecto importante, en donde todos los días había gente que se integraba al esfuerzo, mientras otros se retiraban, cumplida su labor. Del mismo modo, la gente cambiaba de ubicación, cambiando de sede o de lugar dentro del mismo edificio. Mi área entonces estaba lo suficientemente organizada como para pelear por una buena ubicación cuando nos mudaron la segunda vez, en un sitio en donde se preveía que nos quedaríamos aún varios meses. Así, mientras nosotros éramos casi una constante en el edificio, nuestros vecinos de piso cambiaban cada pocas semanas. Uno de esos grupos volátiles que pasó por nuestra vecindad fue el de algunos técnicos extranjeros y el personal de apoyo nativo. Dentro de estos últimos estaba una joven que se distinguió desde el primer momento por sus ganas y por tener una eterna sonrisa en el rostro. Ella fue la que como señal de posesión colocó en su mesa de trabajo tres figuras de cerámica. 

Desde el primer día las tres figuras de artesanía atrajeron la atención. Eran tres figuras que representaban a Buda en tres distintas posiciones, con tez de color cacao y trajes de diferentes colores, que al verlas inspiraban inmediatamente una sonrisa. No eran especialmente artísticos, para nada un adorno de lujo, pero había algo en ellos. Yo normalmente no creo en amuletos o cosas por el estilo, pero tenía que reconocer que tales figuras tenían una buena vibra que se contagiaba a toda la oficina. Eran además un tema de conversación para aquellos que pasaban casualmente. Como todos, le pregunté a la dueña sobre el origen de los tres pequeños budas,seguro de obtener una buena historia, pero no supo decirme mucho. Me contó que se los habían traído como recuerdo de la India, que inicialmente eran cuatro, pero uno de ellos se rompió. Estoy seguro que había una historia, pero ella no era consciente de ello, y por eso no era capaz de articularla para contármela. 
Yo, por mi parte, pensaba que cuatro budas era antinatural. Los prodigios, tal como me ha enseñado la vida, vienen en grupos de tres. Si se había roto una cuarta figura, era porque así debía ser para lograr el número perfecto. Esto servía además para que los visitantes casuales los equipararan a las figuras de los tres monitos que se cubren la boca, los ojos y los oídos. 

La dueña de los tres budas, quien pronto se hizo amiga de nuestro equipo, también salía de su sitio con cierta frecuencia, y me encargaba echarles un ojo mientras ella estaba ausente. Ya había sorprendido a alguien tratando de llevarse las figuras, según me contó. Y para mí eso era perfectamente creíble y además justificable. Sé que mucha gente cree que un amuleto no debe ser comprado, y que solo funciona si es obtenido como obsequio o robado. Yo mismo veía cuando, en ausencia de la chica, alguna persona se acercaba a su mesa para contemplar a los tres budas, con manos que se contenían para no tomarlos y salir corriendo. Yo levantaba la vista para hacer notar que las figuras no estaban desprotegidas, y solo entonces me preguntaban de quién eran y dónde los había conseguido, antes de seguir su camino. 
Los tres budas eran objetos codiciados. Había quien le advertía a la chica que se cuidara del personal de limpieza que se quedaba después de la jornada de trabajo, o que por seguridad los guardara y pusiera bajo llave los fines de semana, especialmente los feriados largos. 

Mientras tanto el proyecto seguía su marcha, y todos sabíamos que en algún momento se mudarían de sitio. Después de un tiempo, nuestra área reclamó las mesas vecinas, que hasta ese momento habían sido usadas como “hot spots” o lugares de paso, y nuestra amiga fue notificada que tendría que mudarse a otro lugar. En ese momento ella no sabía exactamente cuál sería su nueva ubicación y tenía miedo de que en la mudanza los budas sufrieran algún daño. Fue así como me ofrecí a darles asilo en mi propia mesa, a lo que ella accedió gustosa. Demás está decir que era lo que yo había estado esperando. Desde entonces fue a mi mesa a la que se acercaban los transeúntes curiosos a preguntar sobre los tres budas. No faltaba quien me propusiera tenerlos en caso de que la dueña no regresara por ellos. 

Tener a los tres budas en mi mesa se convirtió en una responsabilidad. Por primera vez tenía un adorno propiamente dicho en mi mesa, al que tenía que cuidar de no atropellar con los papeles y archivadores que atiborraban mi mesa, y al que tenía que guardar en mi cajonera cuando llegaba un feriado largo. Ganas me dieron de llevármelos a mi casa para que pasaran al menos un fin de semana trayendo algo de suerte, pero rechacé la idea ante el peligro de que se quedaran allí definitivamente. Además, la dueña pasaba de vez en cuando por mi sitio para verificar que estuvieran bien y contentos. Ella compartía ahora un lugar en el mismo piso, en donde estaba un día sí y otro no, por lo que los budas aún estaban mejor conmigo. No negaré que guardaba la esperanza de que la movieran definitivamente de sitio y no pudiera regresar por ellos, y los tres budas quedaran para siempre en mi posesión. 

Pasadas las semanas, los cambios en el personal del proyecto se volvieron más frecuentes. Yo logré mantenerme dentro del equipo de trabajo, aunque con otro puesto, algo en lo que la intervención de los budas fue sospechada, aunque no confirmada. El nuevo puesto implicaba un cambio a otra sede del proyecto, y por unos días tuve dos sitios de trabajo al mismo tiempo. Conseguí una caja grande para todos mis papeles y envolví a los budas en papel, antes de ponerlos en una bolsa, hasta que consideré que era suficiente prevención para el traslado. Mi plan era llevarlos personalmente para evitar cualquier riesgo. La dueña no había venido desde hacía casi dos semanas, pero cuando apareció, lo primero que hizo fue preguntar por mí, al ver mi mesa vacía. Al día siguiente no me quedó más que portarme como una persona decente, e ir a buscarla con la bolsita con los tres budas. No estaba molesta con mi actitud, aunque sí algo ansiosa. Le entregué la bolsa con los preciados budas y le agradecí el préstamo, la protección y las buenas vibras por el par de meses en que estuvieron en mi poder. Al final le di un abrazo que resultó ser más sincero de lo que yo mismo había esperado. 

 El sitio de trabajo de mi amiga todavía era tan inestable como cuando me dejó los budas, así que nunca volvieron a ser vistos en alguna mesa del edificio o del proyecto. Imagino que al final se los llevó de regreso a su casa, y luego de terminar el proyecto la siguen acompañando en su siguiente trabajo, porque en lo que restaba del proyecto no pude conversar con ella más allá del saludo y después de salir no la he visto desde entonces. Es por esto que, pasado suficiente tiempo, puedo contar esta historia de cuando tuve tres pequeños protectores en mi lugar de trabajo, los tres budas que fueron la envidia de toda una oficina.

domingo, 4 de octubre de 2020

La casa


Cuentan que alguna vez, una bella mujer quiso construir una casa. 
Necesitaba un terreno, pues ya antes le habían ofrecido castillos en el aire. 
Un buen hogar debe asentarse sobre un terreno firme, le dijo el civil. 
Después vino el arquitecto y le propuso planear su vida. 
Cuando llegó el topógrafo, ella marcó su territorio. 
El picapedrero le ofreció una base sólida, no vayas a tropezar con la misma piedra. 
El carpintero quiso entablar una relación. 
Unas son de cal y otras de arena, dijo el cantero. 
El albañil quiso algo concreto. 
El techador techó de menos. 
El electricista le ofreció traerle luz y calor. 
El pintor propuso darle color a su vida. 
El jardinero quiso que la relación florezca, enterrando las diferencias. 
Incluso un abogado sugirió que debía tener al día las licencias, y le propuso formalizarse. 
Al final llegué yo y todo se derrumbó.
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